“Donde hay más sensibilidad,
 allí es más fuerte el martirio”.

Leonardo Da Vinci

 

El genial maestro José Delarra (José Ramón De Lázaro Bencomo, San Antonio de los Baños, 26 de abril de 1938 – La Habana, 26 de agosto de 2003) se consideraba un escultor que pintaba; “dibujar no, porque es la columna vertebral de las artes plásticas” , afirmaba. Para él, todo artífice que se dedicara al arte de la escultura, debía —“y tenía que ser”—, un buen dibujante.

Lo cierto es que, en el legado plástico de Delarra, la escultura trascendió con mayor fuerza, amén de que a ella dedicó también mayor tiempo de creación.

No puede obviarse, sin embargo, su profusa pictografía —dibujos, pinturas y grabados— que percibimos como un fértil expresionismo figurativo-abstracto, en el que existe abierta y viva manifestación del color, el cual deviene, en muchos casos, apoyatura eficaz en sus recurrentes evoluciones artísticas.  

En ella los discursos surgen mediante el empleo de disímiles técnicas de pintura de acción (action painting) y se conjugan la rapidez, el azar y la necesidad de expresar o concluir una idea, favorecida por el propio ejercicio de crear.

Si en algo puede establecerse un paralelo entre sus esculturas y sus pinturas es, precisamente, en el trabajo con las luces y los movimientos, cuyas intensidades —en el caso de la pintura y del dibujo—, surgen mediante caprichosas veladuras y transparencias, o a través de la cuidadosa gradación de tonos que establecen un pulso entre el automatismo y el control, entre la definición y la búsqueda de expresividades. Mientras, las modulaciones de los volúmenes, en las esculturas, permiten diversidad de tonalidades, matices y expresividades líricas a través de la apoyatura de la luz, tanto natural como artificial.

Hacia finales del año 2002 y luego en los primeros meses del 2003, visité por vez primera el pequeño estudio del maestro en su apartamento de Playa, donde permanecí durante varias horas admirando su modo de pintar y pude percatarme de que sus trabajos no estaban fuertemente influenciados por corriente alguna, al menos de manera consciente.

Delarra no pintaba “al estilo de”, como tampoco establecía comprometedores contratos o servicios con galeristas o coleccionistas, cuyos intereses estaban más signados por el comercio que por el arte puro.

Quizás, en ese aferrado entusiasmo por hacer prevalecer sus inquietudes estéticas, de forma libre y desprejuiciada, está igualmente otra parte del precio moral que tuvo que pagar en vida, al ser prácticamente ignorada su producción plástica entre el sistema de galerías institucionales y promotoras del arte contemporáneo en la Isla.

Pese a haber estudiado —y practicado— escultura y pintura, Delarra se consideraba más escultor que pintor. Por supuesto, la escultura —como a cualquier artífice— le exigía mucho más tiempo de ejecución: “en el mismo lapso en que hago una sola escultura puedo pintar varios cuadros”, apuntó.

Su desempeño en la realización de piezas tridimensionales abarcó todos los géneros, desde las obras de pequeño formato fundamentalmente concebidas para interiores, hasta las realizadas para exteriores, en su mayoría de carácter histórico-conmemorativo o ambiental.

En su natural contrapunteo entre la pintura y la escultura, sostenía que “el escultor es un ser de mucha voluntad y de permanencia. Por otro lado, cuando pintas un cuadro, le entregas al público dos cosas: formas y color; pero la escultura generalmente es monocroma y creo que por eso, para ser escultor, se necesita una sensibilidad más refinada”.

Vale destacar que, a pesar de sus excepcionales aptitudes para el dibujo, en sus trabajos escultóricos, este creador rehuyó siempre la utilización de técnicas absolutamente realistas. Concebía su arte mediante una suerte de fusión expresionista entre aquellas y los volúmenes figurativo-abstraccionistas, para finalmente crear un discurso que, según algunos “críticos” y “especialistas”, estaba en discordancia —sobre todo en las suntuosas esculturas para exteriores— con los movimientos vanguardistas del arte contemporáneo, en los que se imponía la sencillez y el ahorro de recursos para exponer una idea.

Tales argumentos, en mi criterio, tenían como fin esencial minimizar la obra del gran artista que, como ningún otro, hizo de su labor monumentaria un solemne canto a la Revolución Cubana, crónica de las luchas emancipadoras y de las conquistas del pueblo al que particularmente dedicó su labor escultórica; una pasión insostenible que le asediaba desde su época de estudiante.

Delarra nunca negó su incondicional filiación y apoyo a la Revolución. De hecho, muchos de sus detractores argumentan que su producción escultórica está fuertemente influenciada por el Realismo Socialista.

Tal vez, algunos de los complejos monumentarios de Delarra, sobre todo aquellos que concibió en las Plazas de la Revolución de varias provincias cubanas, poseen características sobredimensionadas en sus diseños, en los cuales algunos supercríticos resaltaron los pálidos guiños al Realismo Socialista que en ellos encontraron.

 Los creadores de la Isla nunca han vivido ni experimentado las nefastas consecuencias del Realismo Socialista que no ha sido implantado ni siquiera en los tiempos de atrevida provocación, por parte de determinados grupos de artífices que cultivaban un arte conceptualmente disidente y revisionista.

Por otra parte, al hablar de la obra monumentaria de Delarra, hay que tener en cuenta que no solamente respondía a sus idearios artísticos, sino además a conceptos, solicitudes, intereses, necesidades y aspiraciones de los organismos e instituciones “auspiciadores” de tales trabajos. También, a las singularidades de los lugares donde se emplazarían, tales como la cultura e idiosincrasia local y la significación histórico-social de la suntuosa alegoría plástica, aspectos que el maestro estudiaba cuidadosamente antes de acometer sus ideas.

Similar investigación realizaba, asimismo, cuando la pieza a emplazar tenía un sentido eminentemente ambiental, es decir, aquellas cuyo fin esencial era el de enriquecer la espiritualidad y la cultura del hombre que conformaba el entorno donde se ubicaría. Y ponía énfasis en que los monumentos debían de estar en el camino de las personas.

Otra característica común a todos sus proyectos escultóricos para exteriores, es la de ofrecer al espectador la oportunidad de transitar dentro de él, de disfrutar disímiles ángulos, de apreciar las posibilidades expresivas que ofrece la luz solar, o las luminarias si es de noche, en cada una de las partes o segmentos que conforman sus monumentos. La idea de aportar belleza al espacio era una preocupación perenne para este artífice que emplazó 125 obras monumentales (20 de ellas diseminadas en México, Japón, Angola, España, Ecuador y Uruguay).

Las realizaciones épico-esculturales de Delarra son obras absolutamente identificadas con la Revolución cubana y su historia; pero nunca podrían inscribirse como representativas del Realismo Socialista, ante todo, por la concepción de ideas en las que confluyen diversos estilos y tendencias del arte contemporáneo.

Al hacerse cualquier valoración artística de su producción escultórica, no pueden obviarse las decenas de obras de pequeños y medianos formatos, en las que hay un vuelo totalmente diferente en la imaginación del artista, quien las acomete libremente, desprovisto de indicaciones y referentes alusivos a determinados acontecimientos de índole patriótica o de conmemoración local o nacional.

En sus torsos y cabezas, entre los que recuerdo los de Oswaldo Guayasamín, Olga Navarro y Zaida del Río, da riendas sueltas a su fantasía artística. Magistral oficio de artesano del moldeado, de las dimensiones y los volúmenes, del que emana un excelente arte, en el que se evidencia un estilo únicamente influenciado por su propia altura profesional. Líricas caracterizaciones donde sobresalen el ritmo, el movimiento y la cálida radiación del Caribe insular en la recreación plástica de los rostros, en un trabajo de modelado que igualmente trasmite elementales emociones y sentimientos de la psicología individual de los personajes reales que los inspiraron.

Al evadir la línea clásica como solución definitiva, tanto en sus esculturas como en el resto de sus iconografías, corroboraba que también podía hacer trascender su quehacer plástico mediante la concordancia de aquella con la figuración, la abstracción y el surrealismo. Demostraba, así, que el arte —como fantasía del hombre—no es más que el alma misma de la realidad, de la armonía o desavenencia del hombre con su época, con su entorno, con el mundo que le rodea.

Como pocos maestros, supo hacer vibrar la materia iluminándola de contenidos y significados estéticos, para legar al arte iberoamericano y universal una obra que impacta por su grandeza expresiva, por sus descomunales proporciones —la mayoría de las veces reclamadas por sus destinatarios—; pero también —y es lo que falta por reconocer entre especialistas, críticos y eruditos— por la solidez conceptual de sus proyectos escultóricos, en los que los términos impuestos por la arcilla, el concreto, el yeso, el bronce, ceden para dar paso a una obra de indiscutible dimensión social y humana.

Durante el complejo proceso de realización de cada una de sus esculturas —tanto las de medianos y pequeños formatos, como las monumentales— Delarra partió siempre de estudios previos. Bocetos, modelajes, estudios parciales, modelados en arcilla… y, finalmente, la técnica del vaciado en yeso o su fundición en bronce.  En tal empeño, a lo largo de toda su carrera artística, elaboró un gran número de dibujos del cuerpo humano, rostros de personajes; estudios de anatomía, de multitudes y de caballos, simbólica bestia que es recurrente en sus proyectos conmemorativos a gran escala.

En esos bosquejos o diseños, aun en aquellos más esenciales, puede corroborarse la habilidad técnica del maestro, su conocimiento de la anatomía y arquitectura del cuerpo humano. De tal manera, no pudo sustraerse de que, tanto en su obra pictográfica como escultórica, existieran influencias de los principios formales de la Academia, incluso en algunas pinturas o dibujos que evidenciaban mayor propensión hacia el discurso figurativo-abstracto. En honor a la verdad, el insigne creador no reparó nunca en la influencia que pudieran, o no, tener en su ideario estético las nuevas corrientes artísticas que se han desarrollado desde mediados del pasado siglo hasta los inicios del presente.

Sus esculturas se caracterizan, en general, por la proporción entre las líneas y los volúmenes, entre la forma y la materia, para así concluir un arte de emociones surgido desde lo más profundo de la conciencia. Pero, ante todo, sentir complacencia y después confirmar que esa misma satisfacción se evidenciara entre los espectadores, es decir, entre el multitudinario juicio “de la calle”.

Sobre tales cimientos está concebido el monumento al Che en Santa Clara, el cual, hasta hoy, continúa siendo el complejo monumental más grande erigido en Cuba después del triunfo revolucionario, y también el más visitado, tanto por turistas foráneos como por los cubanos.

No es justo, entonces, que determinadas apreciaciones absolutistas y tendenciosas extiendan un manto que eclipse para siempre los irrefutables valores artísticos del quehacer escultórico de Delarra, en una suerte de “pase de cuenta” en el que también se incluyen sus numerosas piezas —cerca de 360—  de pequeño o mediano formatos, donde amén de la experiencia estética, sobresale un arte pleno de matices, armonía expresiva, contundente fuerza espiritual, permanente movimiento. Excelsa producción que, en mi criterio, no tiene aún semejanza en la Isla, a pesar de que otros creadores que han incursionado en la escultura ambiental, la estatuaria y la monumentaria durante los últimos años, han gozado de la extraordinaria promoción y reconocimiento institucional que, en su debido tiempo, no tuvo la obra escultórica del maestro.

En modo alguno quisiera hacer comparaciones —el artista se opuso siempre a ellas—, ni incentivar reclamos de gratitud pasados de fechas —su extraordinaria modestia y sencillez humana me lo impedirían—. El grandioso y prolífico escultor, y no solo el escultor de la Revolución, partió de este mundo sin disfrutar de tan merecidas congratulaciones; aunque, para él, su mayor satisfacción fue siempre el cariño y la estimación de su arte por parte de su pueblo. Y, tal dicha, sí alcanzó a hacerlo feliz.

En ninguna de las demás expresiones artísticas, ni en el teatro, ni en la música, ni en el cine, ni en la literatura, ni en la danza, se han condenado o minimizado, como en la pintura y la escultura, las creaciones que no se acomodan a los criterios de vanguardismo que proclaman unos cuantos “entendidos” que conducen los dogmas de la contemporaneidad. Tales “jueces” ignoran que el arte debe ser, ante todo, producto de un razonamiento inteligente mezclado con la emoción personal que cada artista de talento posee en su interior, que es única e inconfundible; independientemente de los “ismos”, tendencias, y corrientes que puedan alzarse como banderas en determinados momentos de la convulsa y variopinta contemporaneidad.

Ante tales adversidades —sobre las cuales nunca reclamó nada— Delarra se inmiscuía en su arte, en una casi enfermiza manera de crear de forma ininterrumpida. Porque para él, “el trabajo constante es lo que perfecciona. Lo mismo que un atleta perfecciona sus músculos a través del ejercicio o una bailarina de ballet mejora su técnica y su línea, la escultura y la pintura se ejercitan haciéndola; incluso, el músculo de la mano se afina con el ejercicio”

La pintura, para este artista, es una fuente de creación dentro de un proceso de diversas actividades expresivas que igualmente se extendían hacia el grabado y la cerámica. En sus enjundiosas composiciones con gallos, mujeres o caballos, ofrecía al espectador formas simples, jugando con un discurso ameno, pero con una pureza y un vigor excepcionales, en los que sus recurrentes personajes eran introducidos en sus místicas narraciones como símbolos de nuestras cultura, historia e idiosincrasia.

De tal modo, el caballo simboliza al hombre criollo que lucha por su independencia, suerte de metáfora en la que igualmente expresa los más puros sentimientos de los legendarios mambises; mientras que el gallo acentuaba el sentido de propiedad, de dignidad y de total valentía en la defensa de su territorio. La mujer, para él, era “la espuela. Toda explicación, sobra”.

Infinidad de artífices, desde el surgimiento del arte, han subordinado la realidad a las emociones y a los sentimientos. A finales del siglo XIX y principios del XX, esta intención se formalizó en una doctrina contraria a las entonces existentes: el expresionismo.

Y rememoro tal suceso con el propósito de referirme también a ese deslumbrante e impactante estilo creativo de Delarra, un creador que, ante todo, dedicó buena parte de su obra al estudio de la espiritualidad del arte, a la interrelación que existe entre el hombre como ser social y la creación plástica como un fenómeno que se nutre de la misma existencia humana y del mundo. Estos basamentos, aún por explorar dentro del conjunto de su obra, parten de criterios y conclusiones profundamente individuales, circunstancia que, en mi criterio, lo condujo, en última instancia, a buscar un propio camino como artista.

¿Acaso puede negarse que en sus pinturas, dibujos, grabados y cerámicas, amén de sus esculturas todas, su visión personalísima no es igualmente universal? Y ello es posible, ante todo, porque más allá de criterios epidérmicos sobre su producción plástica, hay que reconocer que en el arte de Delarra la obra y la vida están indisolublemente compactados.

Muchas de sus obras sobre cartulina provocan éxtasis ante la magistral superposición de aguadas, transparencias, huellas; insinuaciones que por momentos hacen guiños al arte abstracto, pero evitándolo, para erigirse más bien en estudios del gesto, en proposiciones plásticas que atrapan y buscan dirigir el ojo, para establecer una forma de mirar, de entender, de disfrutar de su arte.

Sus dibujos, pinturas y grabados generalmente son fluidos, y construidos mediante un discurso del que también emana una extraña musicalidad que armoniza nuestras sensaciones y deseos. Los trabajos pictográficos de Delarra, cual fino entretejido de gradaciones con leves o fuertes capas de color, o superposiciones, son como oleadas de color que deleitan y provocan reflexión. Sobresaliente forma de crear en la que indudablemente influyeron, además de sus estudios en la Academia de Artes de San Alejandro —donde posteriormente fue director— sus cotidianos ejercicios como copista en el emblemático Museo del Prado, en Madrid.

Este eminente artista, sin dudas —y así habrá que reconocerlo institucionalmente algún día— dejó su impronta plástica como uno de los más grandes creadores en la historia del arte latinoamericano del siglo XX, y también de entre-milenios. Como pocos, supo anteponer emociones y sentimientos sobre las formas, con el propósito de que los espectadores experimentaran ante sus obras un golpe contundentemente emotivo.

Para él, como para Ernst Gombrich, “en realidad el arte no existe: solo hay artistas”. Y punto. Delarra hizo con su obra lo que quiso hacer, sabiéndola enjundiosa, sensible y noble, como su propia existencia humana.