De los Pájaros al Túnel

Rafael de Águila
23/4/2018

                                                                                            Juan Carlos Flores in memoriam

 

Para un humano, aunque se afane en el duro oficio de poematizar (como alguna vez lo llamase Holderlin), doce años es casi un universo. Ese es el lapso que separa a Los Pájaros Escritos (Premio David 1990) de Distintas Maneras de Cavar un Túnel (Premio UNEAC 2002).

 Juan Carlos Flores
 Juan Carlos Flores in memoriam. Foto: Sitio: havana-live.com
 

El grito y la ataraxia

Si inicialmente el poeta, en un summum de desesperanza, alcanza a culminar la primera de las obras con un lastimero “¿Más allá de cuanto burbujeo estará Dios?”, el tiempo, ese sacro adminículo, le llevará más tarde a la ataraxia: “…a un lado de la pared hay lo mismo que al otro lado de la pared”. La angustia de la búsqueda ha cesado. Si para Ortega y Gasset una generación literaria está meramente delimitada por el aherrojo de simplistas treinta años el zeitgeist que separa a ambos textos poéticos de Juan Carlos Flores, nos lleva, de bruces, a la tesis de Dilthey y Petersen, esa que aúna la arbitrariedad de la naturaleza creadora, el azar y las condiciones históricas, ventarrón ineludible que preside la transformación espiritual de los hombres. Han transcurrido solo doce años pero la poeisis es otra. Burbujeos y paredes quedan ahí: el autor se adentra ahora en la mera crónica del desastre. El descreimiento, inefable hálito de la experiencia, no le conducirá a la luctuosa sentencia nietzscheana [1], le inundará, eso sí, con el credo de lo que llamará “utopía quebrada”. Si en la primera de las obras el autor es un alud de desgarradas preguntas, en la segunda ya no le obseden las respuestas. Consciente de la pesadilla se niega a la vigilia: “No quiero despertar”, nos ha dicho, para, una década después, enfrentar la realidad con una dosis de pragmatismo irónico: “en países como este lo mejor que uno hace es alquilar un quita manchas portátil”. Los vientos permanecen pero el velamen no exhibe idénticas turgencias; el vasto sufrimiento de 1990 —pasión que desespera, se debate, se rebela, busca refugios— deviene ironía, fría resistencia, racionalización del dolor, ascesis que si bien no alude al grito no alcanza a suprimir, hundido más allá de la dermis, su eco. La acción se abalanza, la reacción, en cambio, se aquieta. No es ya el rebelde. Ahora tan solo parece hablarnos un testigo. Un testigo calmo, escéptico, rebosante de una angustia que no espera sino estar en paz consigo mismo. [2]   

“Tomada sea la muy púdica”

El “élan vital” de los inicios lo conformaba la poesía misma. La poesía como doctrina, como anagogía. Un “ethos” poético intenso se asoma al mundo y sueña con mantenerlo a flote: “El acto poético es amor y presupone un viaje”, sostiene. Desde la poeisis se explica el entorno todo y la poesía misma. “El poema… irse del cuerpo”, alega. Y más tarde, en fastuosa terapia mnemogénica: “La poesía es capaz de transformar la memoria…”. El credo se levanta, diáfano y puro, por el autor, que, como los versados en los misterios del Tao, muestra el camino: “La libertad, timón hacia la poesía / la poesía, timón hacia la libertad”. He ahí un manifiesto, un acto de fe. “Poematizar” para deshacer entuertos, viejo anhelo del homo sapiens. La poesía, entidad de la metarrealidad, se erige en dominio de la santidad y de la sexualidad: “adentrarse en la poesía / como se adentra un santo en el Nirvana / como se adentra un cuerpo en otro cuerpo”. En el 2002 la poesía, sin embargo, no asume ya tan vastos postulados; ahora “volverse afásico” resulta la elección, ser una cigarra, sentir envidia de una simple mofeta. Inunda el hálito de la bíblica resignación que Eliot nos legara con su “Teach are to care and not to care / teach us to sit still” o “you will write / perhaps is not too late.” Doce años no han devorado al autor —y a su entorno— en vano. Recuérdese el híbrido en la tesis de Dilthey y Petersen, ese en el cual arbitrariedad de la naturaleza creadora, el azar —donde Dilthey vislumbra compromiso, Petersen nombra al azar— las condiciones históricas se mixturan, se hilvanan, se lanzan en tropel para exprimir al autor y a todo cuanto le rodea. En el caso de Juan Carlos Flores la poesía ha transmutado su profesión de fe, su credo, el escozor del tiempo la deslastra del furor primigenio. Ahora es la calma del bonzo. Un bonzo que sabe y sufre. Que solo respira. Alza los hombros. Un bonzo al que ya no seducen vanos espejismos.   

Una “tournée” hacia sí mismo

Los pájaros escritos es un libro asediado por múltiples presencias: dedicatorias a Borges; a Chagal; a Friol; temas derivados de Gauguin o Chagal; poemas en los que bullen Circe, Penélope, Li Tai Po, Salvador Spriu, Virgilio Piñera; y aún, alusiones a entes menos específicos, como los poetas goliardos o el mítico Guardián del Trigal. La intertextualidad se mueve, vasta, en un espectro que no desdeña lo histórico, lo mitológico y lo literario. Distintas maneras de cavar un túnel son, en cambio, doce años después, un libro en el que deambulan extensas y rotundas soledades. Salvo un impactante poema en el que el autor lleva la lente hacia dos personajes de leyenda (Thelma and Louise) en función de negarnos la opción de su paradigmático vuelo; más allá de la alusión a Brecht en cierto título de reminiscencias cortazarianas o la mención de Cheo Ibar, la soledad es total. Si en 1990 el autor aúlla y se apasiona en todos y por todos, más tarde, descreído y calmo, sin menoscabo de la piel de sus congéneres, se empeña en transcribir el insano y solitario desleír del tiempo. El orfeón ha desaparecido. El poeta, muy quedo, canta solo. De acuerdo a Guillermo De Torre, en conflicto con Dilthey y Petersen, lo determinante será el Zeitgeist, el espíritu de la época, “del que nadie se libra”, nos dice, enfático.                                        

¿Maternizando el tiempo o Aldeas panópticas?

En la primera de las obras la simbiosis con la naturaleza es sistémica. “Eres la tierra, eres la nube”, clama. Y es que no se trata de un libro, es el cosmos todo; hay paisajes, animales, plantas, cometas, estrellas, cielos, mareas, islas. En urdimbre feérica la naturaleza se mixtura con lo humano: los guardias llaman con silbatos al sol; las gargantas son brocales; las avenidas son silvestres; alguna iglesia luce pezón; el amanecer posee flancos; las paredes son laderas; las bibliotecas montañas. “Entonces queremos ser como otros árboles”, nos dice. O: “salió luz del corazón como del ojo de los búhos”. Si lo humano se anega de la paz animal o vegetal, lo vegetal y animal se inunda de las turbulencias humanas. Si Hermann Hesse, en Das Glasperlenspiel, nos inunda de panteísmo antropológico en la arrebatada emulsión entre Josef Knecht y un lago ese modus operandi retorna acá, personalísimo, en Juan Carlos Flores. Mas el “Zeitgeits” ha mutado. Entre Hermann Hesse y Juan Carlos Flores bulle el tiempo, el azar, y, muy especialmente, las condiciones históricas. La Habana en la que escribió el poeta, su kafkiano Alamar, no es en modo alguno el sitio —idílico— en el que escribió Hesse. Sumemos, pues, coetáneos y coterráneos, el lugar. Y hagámoslo porque en el segundo de los libros de Juan Carlos Flores la naturaleza, primigenia fuente de catarsis, de ascesis, no escapa al contagio. Lo Humano y lo Universal se imbrican y sobre ese nuevo “corpus” pesará, indistintamente, el Horror o la Paz: andarán tullidas las mañanas; Dios emigrará a los pájaros; la sangre regresará al Sol; los árboles resultarán el único consuelo; se vivirá junto al topo o la mera posesión del caracol aportará conocimiento. Escribir será una suerte de transubstanciación por la que se llevará “pleamares a una ermita”. Otra vez el panteísmo antropológico. Los pájaros escritos es, a su modo, el constructo de un místico. De un iluminado que se sabe polvo de estrellas. En Distintas maneras de cavar un túnel un tropel de ladillas, mofetas, cigarras, cisnes y saltamontes devienen “dramatis personae” para ser contemplados… “con ojeada de extranjero”. Cesa la imagen poética en función del “mixing” que presupone la simbiosis; el poeta contemplará y de esa contemplación resultará el consuelo o la desesperanza. O un raro cóctel de ambas. Un consuelo desesperanzador o quizá una desesperanza consoladora. Tómese el poema en el que —con paso de Stalker— se mueve un saltamontes; finalizará la lectura y nos hundirá un regusto impreciso de lastima y horror.[3] En La Resaca se bosquejan las fronteras entre lo humano y lo animal: “donde oscuras terminan las huellas de los patos.” La simbiosis se desdibuja, desaparece esa variante de panteísmo —que pudiéramos otra vez me aventuro en denominar antropológico pero que en mucho excede lo humano para extenderse a todo lo viviente—; la Naturaleza queda detrás, debajo, latiendo en la mera crónica, la lente puede dejar —o no— explícitas constancias, del drama en cambio no emanarán esta vez exaltaciones: se sufrirá en callada parsimonia. Será una Sinfonía Pastoral de la que sólo se escuchará la Tormenta. Será un Beethoven no solo sordo sino sin manos. Afásico. Será el caos, atisbado, además, con la frialdad del “verfrendung” brechtiano.

¿Donna angelicatta?

En la mujer se agrieta el sol, declara el autor en 1990. La mujer; otra de las sacras presencias de ese libro.Yo pude decir bella o país / gracias a Dios, nunca quise decir más.” Años hacia delante la mujer será mínimamente cuantificable, unos pocos versos bastarán para sostener lo sacro; el poeta, en evangélico silogismo, confesará: “Toda mujer es mi madre.” [4] Lo femenino no ha menguado su mística presencia, una sola dedicatoria exhibirá este libro; a una mujer: para ella, nos dice, será toda la poesía.

La estructura musical

Tengo la sospecha de que el autor privilegia el empleo de formas musicales en la construcción de sus poemas. Ya en 1990 puede verificarse el uso de la anáfora o la aparición —todavía no determinante— de secciones completas que reinciden en un mismo poema. La estructura musical, sin embargo, es llamada de cuerpo íntegro en la última obra cuando se recrudece —hasta conformar cierto denominador común— el empleo de la anáfora. No se trata meramente de ritmo. Todos los elementos que desde la música no pueden excluirse de la praxis poética son llamados a escena para devenir estructura, armazón misma de cada poema, sintaxis de cada una de sus secciones. Cada verso conforma una sección que abre puertas a la siguiente para retornar otra vez —íntegro o con ligeras variaciones— en un “continuum” del que surgirá el poema. [5] El “ars combinatoria” emerge desde el clasicismo de la forma A- B- A para transmutarse en las más variadas secuencias: AAB, ABABCB, ABABC, ABACD, AABACADA, ABAC. Casi la totalidad de los poemas de este último libro son susceptibles de ser sometidos a este análisis estructural. La anáfora será el correlato del “ostinato”, figuración o ritmo musical persistentemente repetido. O del “ritornello”. Cada poema puede homologarse a un rondó donde la sección A —denominado tema rondó— reincidirá intermitentemente mientras las secciones B, C y D se alzarán como secciones contrastantes. Ahí están poemas como Los Títeres; seis secciones articuladas por un tema anaforizante, garantía de progresión que lleva desde una sección a la siguiente. Finalmente, el poema es rematado por una… “coda”. Si se dudara… el libro todo resulta la máxima evidencia: una obra que abre sus páginas con una Obertura (Prologar), tres movimientos —como en la forma sonata— para culminar en una Coda (Epilogar). En función de adormecer y acunar la música se levanta como lenitivo contra la tragedia. La tragedia del “Zeitgeits” que acuna el “hic et nunc” del poeta.   

El fraile. El bodhisattva.

Una intensa mística se eleva desde el primero de los libros. No olvidemos se trata de un grito que se inicia con un Manuscrito encontrable en una abadía en función de indagar acerca del paradero mismo de Dios. Un libro en el que se atribuye al alfabeto la misión de puente entre “la bestia humana” y Dios. Donde el poeta —“llamador sin eco”— continúa buscándole. Un libro en el que escribir es llevar “pleamares a una ermita”. “Quienes coman de mí tendrán las manos”, nos dice, en frase que, en mucho, recuerda la liturgia de la transubstanciación. Un libro en el que Dios se erige presencia rotunda, en el que el afán por el prójimo —al que continuamente alerta— le lleva al deseo de “maternizar el tiempo de los hombres”. “Yo vine para sembrar tomillos en la frente”, declara. En la segunda de las obras, en cambio, lo místico prolonga apenas un muy breve resquicio; Apuntes tomados de una foto de álbum familiar es un poema lleno de ese polen. El fraile sigue ahí. No ha abandonado los raídos hábitos pero… “ha descendido del púlpito”. Es ahora un goliardo triste y reconcentrado. Un “vagantenlieder” descreído y silencioso contempla el entorno. Y escribe. Sólo escribe. De alguna manera… testifica.

El diálogo atemporal.   

Si bien estilística o espiritualmente (“oh, Zeitgeist”) ambas obras no pueden ser estrictamente homologadas el desencuentro no alcanza a silenciar aquellos parajes donde las mismas aguas se unen bajo idéntico puente. En Distintas maneras... los poemas evolucionan hacia lo conciso, lo breve, discurso que, con la pujanza impecable de la sencillez, conmociona. Tales elementos ya se anunciaban en la primera de las obras. Baste citar Nocturno con fondo lunar —quizá el más Túnel entre los poemas de Pájaros— y Elogio de las piedras. Esta consumada —y conmocionante— sencillez se quintuplica en la última obra. Intuyo invocaciones al primer Eliot de Prufrock y otras observaciones, el Eliot breve y casi epigramático, empeñado en legarnos la crónica en poemas como: Morning at the Window, The Boston Evening Transcriptp, Aunt Helen, o Hysteria. [6] De las concurrencias, ¿cuál podría ser aludida con mayor distinción sino El viejo, rebautizada como La silla en la última obra para dejarse leer —palabra por palabra— el mismo e idéntico poema? Con fina ironía ha acotado el autor se trata de “otra lectura”, “otra versión”. Algo del Pierre Menard borgeano resulta evidente. Desdeño la ironía al preferir la última de las versiones. Y es que… “desde ambos libros asoma un contrapunto en el que las mismas letras no significan ya lo mismo”. Si se alude a la morfología musical podría tomarse al segundo poema como una suerte de variación del primero. Puede que ambos no sean sino —a despecho del tiempo y, al instante, gracias a él— movimientos de un mismo “corpus”; el segundo mera anáfora del primero. Reincidencias del tema rondó; estructura en la que la sección A (El Viejo) deviene sección A1 (La silla). Y la melodía continúa. El tiempo existe para parcelar la realidad, los libros para anudar fracciones, desleír el tiempo. Unir (vanamente) parcelas. Tómenos Nocturno con fondo lunar, poema de 1990; con sencillez deslumbrante Li Tai Po contempla la luna para quedar dormido. Espíritu muy similar se regodea —doce años después— en Los cisnes; el poeta, émulo de Li Tai Po en primera persona, contempla cisnes en un estanque para quedar “largo tiempo pensando”. Si antes el autor ha recreado la tragedia de Penélope, indicando se trata de “otra versión”, en el 2002 apenas un verso retoma el tema desde la óptica de Odiseo y.… otra vez es una nueva versión: a Ulises no le aguardará esta vez mujer alguna. El autor ha urdido una exuberante red de vasos comunicantes. Entre una orilla y otra, apenas ocultas, se alzan y bajan las esclusas.

Coda.

 Los pájaros escritos es una obra escrita desde lo alto, llena de atisbos. Distintas maneras de cavar un túnel [7] ha sido escrita desde abajo, desde muy abajo, desde el subsuelo, quizá. En la primera el autor fue un rebelde místico y crédulo. En la segunda, un cronista impávido y descreído. El tiempo, el “Zeitgeist”, ha intentado sus parcelas. Las parcelas nos han llevado a un Túnel. Todos, coetáneos y coterráneos, deambulamos hoy por sus angostas galerías. Quizá el Zeitgeist, con todo lo que ello implica, el nuestro, el insular, nuestro particular “hic et nunc”, guio, empellones mediante, tristemente, a Juan Carlos Flores a colgarse, poemático y tremebundo, en su balcón. No será, de este lado, ya más el bonzo. Lo será del otro. No tendremos más sus libros. Su mirada azul. No tendremos ya más su palabra inextricable, esa que urgía desambiguar, no la tendremos más allí, en el balcón del epílogo. Descreído hasta el hartazgo, en singular afasia que por todos y todo sufría, se encogió de hombros y optó por marcharse. Como el Josef Knecht de Hermann Hesse se nos ha desleído en el agua. Esta vez no se trata de un lago. Se trata de la Playa de los Rusos, en su mítico y kafkiano Alamar: Juan Carlos Flores ha llevado, definitivamente, pleamares a una ermita. Habita ahora en ese sitio donde “oscuras terminan las huellas de los patos”. Si Julián del Casal se asoma a la muerte desde el frenesí de una carcajada Juan Carlos Flores lo hace desde el panóptico de su balcón. No le agradó cuanto en ese último atisbo vio. Bulle el “Zeitgeist”. Los pájaros revolotean. Oscuras son las galerías. Los caracteres, no obstante, no dejan de ser visibles: las aves, soberanamente aladas, continúan estando escritas. Ya hablaremos en la eternidad, amigo. “Ad aeternum”.   

 Juan Carlos Flores ha llevado, definitivamente, pleamares a una ermita. Foto: Sitio: arrajatabla.net

 

Notas:
 
[1] La conocida frase de Nietzsche: “Dios ha muerto”. El poeta es tan solo el cronista de esa muerte: “Aquí no se salva ni Dios, lo asesinaron”. Más tarde, negado a esa tragedia, afirmará: “te he seguido buscando, Dios de los menesterosos”.
[2] Paz polémica cuando se autoreconoce miembro de un gremio de “mutantes de segunda mano hechos en serie con escasa capacidad locomotiva.”
[3] De un poema como El secadero, emanará también una dosis de no menguado horror.
[4] Ya en Los pájaros escritos existe un poema (Anatomía de la Rosa) en el que puede leerse: “Pienso en la muchacha lúdrica, cisne recordándome a la madre, recordándome a la amiga…”
[5] La propia teoría musical sostiene que el tema rondó, al reaparecer, puede hacerlo con ligeras variaciones. Ver: Cómo escuchar la música. Aaron Copland. Editorial Arte y Literatura.  1974.
[6] Uno de los poemas de la primera de las obras alude a Portrait of the Lady de Prufrock y otras observaciones. El autor, en evidente referencia (e irrefrenable afán de ofrecernos versiones otras) reincide en el título: Retrato a una (otra) dama.
[7]Todas las citas son tomadas de: Los Pájaros Escritos. Juan Carlos Flores. Ediciones Unión. 1994 y Distintas Maneras de Cavar un Túnel. Juan Carlos Flores. Ediciones Unión. 2003.