De la orilla de la flor a un océano de esperanza

María Laura Germán
22/7/2016

Cuando vi este otro bote frente a mí, recordé una palabra: esperanza.

Rosa Rosada

(En Un mar de flores, de Norge Espinosa)

He visto muchas cosas desde que en el año 2008 comencé a estudiar dramaturgia en el Instituto Superior de Arte, y muchas de ellas ni siquiera las recuerdo. Uno parece tener un botón, un mecanismo de supervivencia, o algo… que hace que tu cerebro borre la información que no es necesario conservar. Como un disco duro. Así de fácil. Sin embargo, hay momentos, imágenes, gestos que se quedan adheridos a tu cabeza para siempre. Quieras o no.

Eso me sucedía con Sancti Spíritus. Tras años de visitarla sin encontrar experiencia teatral que me motivase en lo absoluto, su imagen solitaria y calurosa invadía todos mis recuerdos en una poética forma de teatro vacío. Hace unos días estuvimos por allá. El recibimiento, como siempre, fue excelente ―porque si de algo deben vanagloriarse es de su público ávido de arte―, y presentí que algo cambiaría en mí.

Invitados a ver dos obras de Cabotín Teatro, una dramática y una para niños, me limitaré a referirme a la segunda: el estreno del texto Un mar de flores, bajo la dirección de Laudel de Jesús. Mentiría si digo que no fue hermoso el contacto entre ambos grupos terminadas las funciones. Mentiría también si digo que no me emocionaron los ojos aniñados del director.

Es cierto que la puesta no es del todo plausible. Elementos de animación deben depurarse; la música ―original para la obra, gran acierto― tal vez podría abreviarse un poco; las actuaciones crecerán en tanto más funciones lleven en sus espaldas las actrices, sin dejar de señalar la necesidad de equilibrarlas; el diseño también variará con el hacer diario del teatro, diferente a todas las manifestaciones y deudor de cada una de ellas. No es una obra perfecta. Ni siquiera se acerca. Pero no tienen miedo, y eso fue más fuerte para mí que cualquier otra cosa.

Laudel de Jesús se enfrenta al teatro de títeres inspirado por las mejores cosas que ha visto del género. Eso no garantiza la calidad de su producto, pero le adelanta secretos y códigos que ya tienen a su favor. Guía a su equipo de jóvenes actores, en un camino desconocido también para él, pero sin pausas ni prisas. Lo mejor es que saben que no todo está bien, que están siempre al borde del precipicio ―como nosotros, como todo teatrista que se respete―, y esa es una actitud conmovedora.

Norge Espinosa es un autor de lujo, misterioso y difícil en su versar, y el hecho de asumir uno de sus textos más complejos ―empezando porque no se enmarca en ningún género específico de teatro ni en margen de edad, y terminando porque ocurre absurdamente en el medio del océano― implica no solo valor, sino responsabilidad.

Lo cierto es que cuando vi los botes de mimbre frente a mí, no sabía lo que me esperaba. Es cierto también que no es la mejor obra de títeres que he visto en mi vida. Pero lo más cierto de todo fue la luz de esperanza en los ojos de Laudel, una luz que iluminaba a sus actrices, sus abanicos, sus trajes, sus nervios. Una luz que me hizo recordar que yo tampoco lo sé todo, y que empecé mi camino quizá sabiendo menos.

 

Si la esperanza tiene un remo partido, mal viaje será.

Lila Corola

(En Un mar de flores, de Norge Espinosa)

Este viaje fue una enseñanza. Hubiera querido que muchas personas estuvieran en el momento de la función. Hubiera deseado que la sencillez y las ganas se le impregnaran a quienes creen sujetar al Dios de los títeres ―si acaso existe― por la barba. Pero desearlo no va a cambiar las cosas.

Ahora, en mi cabeza, llevo las imágenes más bellas de un espectáculo que ― tengo fe― crecerá con el tiempo y la investigación: una jicotea, una hermosa voz, unas tazas de café, un remo partido… que se arma y vuelve a impulsar. Ya lo dijo Norge. La esperanza debiera navegar siempre con los remos plenos y las velas extendidas, si no ¿de qué vale suspirar?

Mi aplauso sincero a Laudel de Jesús y su grupo, amigos desde este momento y hermanos de profesión. Esto que hubiera podido ser un manifiesto sindicalista sobre cómo hacer o deshacer títeres, ha terminado siendo un pacto, casi una carta de amor. Ahí la envío, escrita en las orillas de una flor silvestre, que lleva por un mar de esperanzas, alguna florista titiritera.

Ojalá llegue bien.