Cuba libre: sus derroteros y símbolo

Octavio Fraga Guerra
10/12/2015

De este pueblo del Norte hay mucho que temer, y mucho que parece virtud y no lo es, y mucha forma de grandeza que está hueca por dentro, como las esculturas de azúcar”

José Martí

Lo visual, en particular la fotografía y el cine, materializan y cimientan pasajes, hechos o períodos que operan por discriminación de las imágenes. Tras su lectura, engrosan símbolos o realidades socializadas, que se suman a la memoria del patrimonio colectivo. Algunas de ellas, con el tiempo, se convierten en códigos, en valores, en necesarias ideas, en apuntes medulares del conocimiento, en textos imperecederos.

Construir la historia forma parte de un derecho ganado por los cineastas. Ficción y documental son sus recurrentes ventanas, esenciales para la edificación del discurso hecho arte, de la que es impensable desterrar al cine de animación, integrador de ese insustituible cúmulo de saberes. Un arte que funda lenguajes, derroteros apreciativos o criterios sociológicos, indispensables también para los más pequeños de la sociedad.

Si bien es cierto que la semilla de los dibujos animados de casa son las historietas, los inquietos lectores de estas maravillas se emocionan, hacen preguntas, aprenden con los atributos audiovisuales. Sus miradas se nutren de esos lenguajes, de los singulares recursos que le caracterizan, colores y líneas diversas les cautivan. Todo ello son la base para adentrarlos más tarde en obras de mayor calado, de complejas estructuras, en las que ficción y verdad se entrecruzan, se subvierten, o toman forma con acento de autor.

Desde esta perspectiva, Cuba libre del cineasta Jorge Luis Sánchez, se incorpora al patrimonio fílmico de la nación como parte medular ―claramente oportuna― de una obra colectiva. Un cine siempre insuficiente, que no ha de discriminar temas, disímiles abordajes, licencias artísticas, recursos estéticos. Nuestra rica epopeya histórica así nos lo exige.

El texto fílmico del también autor de Romper la tensión del arco, Ediciones ICAIC, 2010 ―sin pretenderlo― está marcado por el presente, por los acontecimientos del 17 de diciembre del 2014. Día en que los presidentes de Cuba y EE.UU. anunciaron las bases para el restablecimiento de las relaciones diplomáticas entre ambos países, un suceso histórico que amerita releerse desde la historia.

Más de cinco décadas de conflictos, de operaciones hostiles venidas de 11 administraciones estadounidenses, un abultado pliego de sucesos diplomáticos de corte imperialista y acciones intervencionistas que han pretendido torpedear la soberanía nacional; sin olvidar la muerte de más de cinco mil compatriotas que han perdido la vida y otros que sufren secuelas, resultantes de hechos vandálicos gestados desde los predios de la nación norteña.

Todo ello y más, son parte de la cronología de nuestra historia que el arte cinematográfico cubano nos lo ha vestido en el renovado presente de la Revolución. Toca un lógico proceso de dialogo cuyos mayores escollos son la eliminación de la inaceptable permanencia del bloqueo contra el pueblo cubano y la entrega incondicional del territorio que ocupa la inmoral base naval de Guantánamo.

Estos hechos tienen un tiempo pretérito que el también director de los filmes Irremediablemente juntos y El Benny, escribe con acento literario y diálogos fecundos, con los resortes de la novela histórica que toma del pasado y lo narra enriquecido en el presente. Personajes de singulares envolturas, espacios escénicos construidos con tintas de antaño, atmósferas evocadas (materializadas con una fotografía de pensados trazos y acreditado ingenio), son esenciales cuando el empeño es contar cardinales capítulos de nuestra cronología. Una obra fílmica que se inscribe en el acuñado período de la Guerra hispano-cubano-norteamericana.

Los actores Isabel Santos y Manuel Porto, de sólidas carrera profesionales, son dos seguros pilares en toda puesta audiovisual para un director que pretenda desarrollar una obra en la que conviven un amplio reparto de segundos y terceros actores, no pocos extras y figurantes. Ficción de complejo desarrollo en la que toca lidiar con predecibles controversias humanas propias del rodaje, posibles también en los otros procesos creativos que caracterizan la producción cinematográfica. Pesa en este capítulo, todos y cada uno de los que participan en la logística o en las labores de creación materializadas detrás de la cámara.

Jorge Luis Sánchez desarrolla una ejemplar dirección de actores pues sabe que es vital para el fruto de su empeño. Me refiero a la importancia de los actores cuando sus diálogos, sus gestualidades, sus emociones son parte de los atributos de un filme que busca dibujar el pasado. Los roles de Isabel y Porto denotan una exquisita construcción de personalidades, mesuradas evoluciones y giros escénicos, pensados para jerarquizar una epopeya consumada.

Isabel Santos no deja de sorprenderme con su profesional desempeño. Tras su última representación en el filme La pared de las palabras, del realizador Fernando Pérez, donde encarna a una madre consumida por la enfermedad de uno de sus hijos. Una mujer cubana contemporánea que se revela absorta en vacíos, apegada a su mundo interior, permeada de conflictos en su entorno familiar y con los profesionales que pululan en torno a ese hijo de claras limitaciones intelectuales.

La también directora del documental Viaje al país que ya no existe, es una intérprete de amplios registros, de probadas riquezas actorales. Una Isabel que hace muy bien este hermoso oficio, en el que la fuerza interior y el talento es vital para destronar las huellas de su propia obra, de su ejemplar obra. La actriz de la mítica Clandestinos se enrola esta vez en una maestra que vive el declive de la colonia española, anclada en los sucesos previos a la intervención norteamericana cuyo pretexto catalizador fue la voladura del buque Maine, materializado en el puerto habanero en 1897.

El personaje es unos de los ejes narrativos de la atmosfera en que se desarrolla el filme, revoluciona diálogos, tempos, clímax. Ella representa los valores, los anquilosados principios de una España monárquica decadente que se aferra a cimentar en ese espacio de encierro y grises que es su escuela. Los erráticos métodos de enseñanza, los burdos pasajes que escenifica, materializan los códigos que anticipan el peligro de la intervención militar norteamericana.

Sus claras acciones de adoctrinamiento frente a sus alumnos, los vaivenes de preferencias ante los rejuegos de sus pupilos, son los ardores de una maestra que defiende la ideología, la historia y la cultura de la nación ocupante.

La rigidez de sus posturas de acento ficticio, la denota y significa como un vital personaje de esta obra cinematográfica; ejemplifica un tiempo donde la nación cubana se construyó, también, desde la confrontación con la cultura española, representada con maestría actoral por Isabel Santos. Una actriz versátil, de acabado oficio, imprescindible en nuestro cine.

El personaje que representa Manuel Porto es parte de la sociología de nuestra historia, de esa dilatada cronología de hechos cuyo punto de partida fue el año 1492 cuando el Almirante Cristóbal Colón “nos descubrió”. Porto encarna al cura del pueblo, al ideólogo de la iglesia y de la España que lo utiliza. Gustoso asume ese rol.

Escenifica al “sabio” anticipador, al declarado enemigo de los “herejes” que en el primer tercio del filme están ausentes. Tan solo los mienta como los adversarios a destruir e invoca con palabras pensadas para una colonia exigua, replegada, con un discurso ideo católico que representa a los nacidos en la “Madre Patria” y sus seguidores.

Porto, de sólida y larga carrera actoral, sabe muy bien lo importante de la austeridad de las palabras, el tono mesurado o requerido altisonante en el momento que lo demanda la escena. Se nos reafirma como un intérprete que evoluciona en la medida que crece el filme con calculadas rotaciones construidas, acompasadas con la trama.

Juega un claro rol de transición, de poner las traslaciones de la dramaturgia actoral en los cauces de una puesta desarrollada en los interiores de un pueblo de Cuba. Su personaje nos muestra también el papel de la iglesia en ese período de la historia de la nación cubana, zigzagueante, oportunista, de acento sinuoso.

Siguiendo la estela de las actuaciones es imprescindible tomar nota de Jo Adrian Haavind, actor noruego que encarna a un coronel del ejército estadounidense. Contención de las emociones, palabras precisas pobladas de símbolos, porte militar de envoltura diplomática, gestos de sobria arquitectura, son algunos de los atributos de este intérprete que enriquece el filme de lecturas historicistas, contemporáneas, retrospectivas.

El coronel sabe muy bien su cometido en esta pieza cinematográfica; el actor noruego investigó, estudió, se armó de atributos escénicos para desarrollar y construir una de las claves presentes entre los múltiples signos que moran en esta puesta cinematográfica.

Jo Adrian Haavind encarna al “pacificador” ocupante, al estratega de los equilibrios y los puntos climáticos de un drama audiovisual, que reescribe nuestra historia desde las lícitas licencias de un autor que toma del pasado en clave de presente. El coronel norteamericano personifica la contención simbólica de un período que podría repetirse vestido de nuevos ropajes, con atributos de envoltura contemporánea.

Otro personaje forma parte de la nómina de significantes de Cuba libre: un coronel del Ejército Libertador. Líder carismático, de ademanes llanos, culto, conocedor de la historia anglosajona de los Estados Unidos. Un cubano de principios que en su evolución dramatúrgica se nos revela indagador, receloso de los “nuevos amigos”, sustentado por un diálogo de tangenciales posturas que cierran con un final inesperado, controvertido, diferente de lo escrito por la cinematografía histórica de la Revolución cubana. Solución dramatúrgica que el autor de esta pieza construye diferente y toca respetar.

El personaje asumido por Adael Rosales no tiene la misma fuerza que el resto de los actores protagónicos. No puede atribuirse a que su aparición en el filme se materializa a mediados de la obra; su desempeño denota una limitada proyección escénica, un tipo ya repetido en otros filmes cubanos. Ante el acierto del director de esta ficción al abordar un tema inédito en nuestra cinematografía, se impone también construir un personaje de honduras actorales y registros específicos, necesariamente contextualizado. Un coronel vestido de signos, de tempos escénicos a la altura de los otros tres protagónicos, que lucen un trabajo de alta profesionalidad.

Los niños Alejandro Guerrero y Christian Sánchez se visten de Samuel y Simón y encaran por primera vez el difícil arte de hacer de otro. Sus apariciones se materializan en cada parte medular de la obra fílmica, son puentes, pretexto de transiciones, puntos de giros. Engarzan escenas, tramas desterradas, historias inconclusas escritas en comedidas pausas hasta el arte final. Confirman la ya probada experiencia del desarrollo escénico de los más pequeños en nuestra filmografía. ConductaHabanastationJosé Martí: el ojo del canario, son algunos de los antecedentes de una obra gigante que se llama Cine Cubano.

Estos actores se desenvuelven con fuerza en sus tareas escénicas, se divierten con sus roles. En la puesta fílmica ganan méritos, técnicas, experiencias entre los protagonistas que le secundan, le acompañan, le enseñan. En conferencia de prensa, el cineasta Jorge Luis Sánchez reveló la complicidad de Isabel Santos en la construcción, el moldeo y el acabado de estos actores.

Mirar al pasado desde el presente fílmico implica dejarse llevar por los atrevimientos de la fotografía. Este arte mayor no es ―como muchas veces se acuña― un hermoso paisaje, un trepidante y vanguardista movimiento de cámara o ideas afines.

El oficio de las luces y las sombras se traduce en construida atmosfera, encuadre cómplice con el guion y las esencias de su creador. Fotografiar es revelarnos pieles, jadeos, destinos de una historia, o muchas; edificar un personalísimo sello artístico que anticipa identidad, diferencia, criterio de puesta en escena. A fin de cuenta nuestra mirada está subordinada a ese encuadre discriminatorio, selectivo.

La obra del experimentado creador Rafael Solís se inscribe en los pilares de estas ideas, en las esencias de un trabajo de denotada plasticidad que subyuga, transforma los cerros de la teoría audiovisual cuando se trata de “congelar” el pasado. Los tonos grises entroncan con el período narrado, con las luces interiores de precarias locaciones de austeras dimensiones, los planos de escenas a cielo abierto que se impone retocar con luz artificial o los movimientos de cámara discursivos ante la complicada cartografía  escénica de tramoyas, utilerías o puestas de producción. Son estas algunas de las dotes de un trabajo que se distingue por el signo histórico, de pretéritos pasajes.

El creador de la fotografía de Cuba libre lee con atención los símbolos del guion al que le han invitado a participar. Subraya lo que resulta icónico, descollante, trascendente, jerarquizando su puesta fotográfica por esos parajes de singulares proporciones.

La cinematografía nacional presume en más de 50 años de Revolución de una probada escuela de artistas escenográficos. Las carencias financieras y materiales del país han limitado la realización de filmes de época, por esa obvia necesidad de construir grandes locaciones, artesanales espacios interiores, incorporación de atrezos y recursos escénicos de gran complejidad. A partir de la tradición participativa en las producciones audiovisuales que así lo exigen, esta lógica ha vivido una ralentización de este otro cine.

El joven creador Maykel González, graduado de esa especialidad en la Universidad de las Artes de Cuba, nos demuestra que el bagaje teórico por él recibido en el Instituto Superior de Arte es revelador de la legitimidad de una tradición latente en este campo de desarrollo, pasto del teatro, la televisión y el espectáculo.

La labor y el toque del joven artista es significante por un acusado trabajo de investigación, el rigor ante el cometido de construir el pasado con objetos que han de estar a tono con la época escrita, con bienes inmuebles que exigen ser rescatados o construidos del todo, con símbolos materiales insertos en la trama, ante los reclamos de un director exigente. Maykel González, ya suma un nombre a la cinematografía cubana con este filme. El exquisito trabajo de depuradas texturas, el acabado de sus piezas escénicas, la manera en que compone la arquitectura de sus paisajes interiores y de ambiente exterior, hablan de su trabajo.

En el cine contemporáneo, cada vez más, está presente la figura de la dirección de arte. El talento de estos creadores es vital para el terminado de toda obra fílmica, su credibilidad, los equilibrios artísticos y estéticos que conforman esenciales significantes del arte cinematográfico, son algunos de las pautas que le caracterizan. En este apartado entra en escena la joven Nanette García, quién tiene también el encargo del trabajo de vestir a los actores, extras y figurantes.

La creadora dibuja con tenacidad y profesionalismo las disímiles telas que conviven en esta pieza de acento literario. Vestuario no es solo construir en el presente —el del filme― los de otra época, de otro período narrado. El ropaje ha de partir de las premisas escénicas, de los derroteros actorales y sus desarrollos argumentales.

Estos son principios presentes en toda la obra audiovisual, en cada parte del filme. Nanette revela su talento, con un amplio abanico de propuestas cuyas telas dibujan también los vastos andamiajes de la artesanía cubana, que tomó de la cultura española, de la europea. Y como resulta obvio, en este período narrado se incorporan los vestuarios de los “buenos amigos”. La creadora suma este otro andamiaje a nuestra geografía cultural, a nuestra memoria histórica.

La composición estructural de la obra, los amplios abanicos de las puestas en escenas, el trabajo estético que entronca con la fotografía y el diseño escenográfico a tono con la época, ganan jerarquía con la labor de peluquería o maquillaje, y son parte de medulares toques de dirección de arte.

Hay que mirar entonces a Cuba libre con vuelo de pájaro. Jorge Luis Sánchez, quién felizmente peca de rigor, nos ha construido una personalísima obra de nuestro pasado en clave de presente. En todo su diseño rebotan los símbolos, los significantes históricos y cinematográficos, vitales para la legitimación del texto audiovisual. Cada parte del filme se va revelando con diálogos de llana escritura, con tomas de luces y sombras, justificadas por los trazos argumentales que le sustentan, que le distinguen.

La narrativa de este texto parte de estudiados hechos históricos que su autor reescribe bajo el precepto de apropiarse de muchas fuentes, todas ellas contrastadas. No se trata de un filme que pretenda reproducir con exactitud el período acuñado. El realizador las recompone con mirada discursiva, con entonación cinematográfica. Dibuja su sello anclado a los trazos de la novela histórica, significada como verdad y esculpida como ficción.

Cuba libre es una obra simbólica, de sopesadas parábolas. Un texto cinematográfico cuyas escenas son también unidades de sentidos propios, escritas para la lectura de nuestro presente histórico.

Ante esta afirmación amerita subrayar una escena que evoluciona en un interior donde están presentes altos oficiales del ejército norteamericano. Singular acto de austeridad escénica y fotográfica, cuya mayor fortaleza está en los parlamentos, en lo que salta a la luz desde la voz y los tonos de un oficial de mayor rango, de clara jerarquía militar, entre los muchos allí presentes.

El director Jorge Luis Sánchez construye ideas anticipatorias, premonitorias tal vez. A fin de cuentas estoy de acuerdo con él cuando afirma que las contiendas que embestirá el gobierno de EE.UU. contra el pueblo cubano, será de símbolos, y yo agrego, de sutilezas no reveladas.

Si hablamos de símbolos, baste recordar la reciente ceremonia de reapertura de la Embajada de EE.UU. en nuestro país. Un acto cargado de signos, de calculada dramaturgia, de atrezos colocados como estelas cinematográficas o teatrales. Toda una puesta en escena pensada para el ejercicio de la política.