Cuatro multiplicadas razones que garantizan la trascendencia

Joel del Río
18/8/2016
Fotos: Cortesía ICAIC

El primer largometraje cubano producido por el Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos (ICAIC) que, luego de una etapa de predominio épico, se dedicó a contemplar la realidad contemporánea cubana sin complacencias, y apuntó penetrantes cuestionamientos sobre disparates y mecanicismos establecidos por el socialismo caribeño, fue La muerte de un burócrata (1966, Tomás Gutiérrez Alea), seguramente la mejor comedia realizada en la historia del cine cubano.

I
Entre las poderosas razones que garantizan la trascendencia de La muerte de un burócrata, en tanto obra maestra del cine cubano con poderosa influencia posterior, se cuenta la capacidad de la anécdota relatada, y de su puesta en escena, para combinar variantes tradicionales del género humorístico —como los enredos, el absurdo, la sátira y el humor negro— con los códigos del cine más moderno, nacionalista y ávido de comunicarse con su espectador natural mediante narrativas y estilos populares y eficaces.

Con La muerte…, se inicia el distanciamiento de la épica historicista inherente a los primeros años del ICAIC.

Con La muerte…, se inicia el distanciamiento de la épica historicista inherente a los primeros años del ICAIC, a través de filmes como Historias de la Revolución (1960, Tomás Gutiérrez Alea); El joven rebelde (1961, Julio García Espinosa) y la reciclada Soy Cuba (coproducción con la URSS dirigida por Mijail Kalatozov). A partir de mediados de los años 60, sobreviene un período de penetrantes cuestionamientos de la realidad contemporánea a través de dos filmes dirigidos por Tomás Gutiérrez Alea: La muerte de un burócrata y la posterior Memorias del subdesarrollo (1968).


 

Luego de atravesar los procelosos y revisionistas años 70, el cine cubano devino fragua de comedias que asociaron sátira de costumbres y reflexión social, mediante varias obras posteriores del propio Gutiérrez Alea (Los sobrevivientes, 1979; Guantanamera, 1996), Juan Carlos Tabío (Se permuta, 1983; Plaff o demasiado miedo a la vida, 1988; El cuerno de la abundancia, 2008); Daniel Díaz Torres (Kleines Tropicana, 1997; La película de Ana, 2012), Rolando Díaz (Los pájaros tirándole a la escopeta, 1984) y Juan Carlos Cremata (Nada, 2000; Viva Cuba, 2005), autores y filmes empeñados en conseguir la carcajada que piensa, la contracara de la sonrisa.

La muerte… es considerada una de las sátiras cinematográficas más elocuentes a las insuficiencias del socialismo cubano, de modo que inaugura el realismo crítico a fondo y rompe con la épica positivista de los primeros tiempos del cine cubano. II
Burla zumbona a los burócratas como los insoportables “atravesados” en el normal desarrollo de la sociedad, La muerte… es considerada una de las sátiras cinematográficas más elocuentes a las insuficiencias del socialismo cubano, de modo que inaugura el realismo crítico a fondo y rompe con la épica positivista de los primeros tiempos del cine cubano. Los toques imaginativos, absurdos e irreales, presentes desde la primera escena en el cementerio, o en la siguiente secuencia, animada, que cuenta el deceso del obrero ejemplar, desechan de un golpe no solo la solemnidad del realismo socialista, sino la tendencia al neorrealismo a ultranza que caracterizó el primer cine cubano.

La implacable mordacidad del director arremete contra la plaga de funcionarios esquemáticos e inflexibles que construyen la desesperación del protagonista y el caos de relieve trágico en torno a un trámite sencillo e imprescindible. También fustiga con demoledora sorna y cubanísimo choteo los rituales estereotipados y la retórica colmada de lugares comunes, sin dejar de aludir tangencialmente a los efectos letales de estos trastornos en todos los ámbitos de la vida cotidiana, e incluso del arte.


 

Varios de los filmes posteriores de Gutiérrez Alea se valen de la burla a la solemnidad, y emprenden sardónicas críticas a la hipocresía, el estancamiento, la pasividad y los prejuicios pequeño-burgueses, para proveer verticales reflexiones de un creador en pleno acercamiento al contexto social, la historia y las tradiciones nacionales. Guantanamera, de 1996, es el ejemplo más claro, aunque no el único, porque abundaron también películas cubanas de otros autores que volverían a retratar odiseas individuales enfrentadas a ciertas disfuncionalidades del aparato institucional, a veces demasiado aferrado al esquema y a lo establecido por decreto. Tal es el recorrido dramático de los personajes, por ejemplo, en Alicia en el pueblo de Maravillas (1990, Daniel Díaz Torres) y Amor vertical (1997, Arturo Sotto).

III
Nunca antes, ni después, el cine cubano colisionó tan estruendosamente con el consignismo vacuo y el campañismo insincero, de estribillo, como en la aludida primera escena y la prosopopéyica despedida de duelo de Francisco J. Pérez. La burla se carga de intenciones políticas cuando nos enteramos, en la siguiente escena, que el occiso, el obrero común con destino y nombre comunes, se dedicaba a garantizar la producción en serie de bustos de yeso. El hecho de que se declare a un obrero ejemplar por inventar tan horrenda máquina para confeccionar estatuas, representa una de las alusiones más certeras al patriotismo devenido rutina, lema aprendido de memoria.


 

Pero al cineasta no le basta con tales apóstrofes, y devela el modo en que fallece, por supuesto en un accidente laboral, el obrero ejemplar fabricante de bustos al por mayor. Intentando componer la máquina, el pobre hombre cae en el recipiente con yeso fundido y resulta “tragado” por el mecanismo que él mismo inventó. De ahí en adelante, los bustos que salen de la máquina ostentan un cierto parecido a Francisco J. Pérez, y también a Stalin, un detalle que establece, con una sola imagen, el peligroso vínculo entre pomposo ceremonial, demagogia serializada y culto a la personalidad.

Los personajes del filme, todos, se distancian años luz del paradigma del hombre nuevo, mientras revelan, desde la chanza, la complejidad de un tejido social que acepta como naturales las situaciones más disparatadas en tanto artificiosas, inflexibles y reaccionarias. El guion hereda una rica tradición de choteo, de la cual también formaron parte Plaff o demasiado miedo a la vida (Juan Carlos Tabío, 1989) o Alicia en el pueblo de Maravillas (1990, Daniel Díaz Torres), que satirizaban no solo la burocracia y el inmovilismo, sino también la estolidez e intransigencia de quienes impiden el avance de lo nuevo.

IV
Sobre todo a partir de las primeras escenas, en el cementerio y el sumario que relata vida y muerte del occiso, La muerte de un burócrata deviene adelantado paradigma del postmodernismo cinematográfico cubano a través de la multitud de citas y homenajes, dentro de una voluntad de pastiche, que incorpora la comedia negra (influida por Luis Buñuel), de enredos (muy afín a Billy Wilder), de slapstick (MackSennett, el Gordo y el Flaco, el Charles Chaplin de Tiempos modernos) y la vertiente satírica y costumbrista (en las claves del español Luis García Berlanga en Bienvenido Mister Marshall).

La muerte de un burócrata deviene adelantado paradigma del postmodernismo cinematográfico cubano.

Además, La muerte… coloca en continuidad escenas animadas, documentales y francamente fictivas, pero muchas veces inclinadas a Brecht, con detalles distanciadores, como las aceleraciones y las pausas, que todo el tiempo le comunican al espectador la voluntad metalingüística y autorreflexiva del autor. Es decir, que Gutiérrez Alea quería que la identificación con las angustias del protagonista estuviera marcada por los aguijonazos en la conciencia crítica del espectador.


 

En una conocida entrevista del autor con la revista Cineaste, en 1979, publicada en el libro Alea, una retrospectiva crítica, reconoce que “esto de los homenajes no fue una cosa preconcebida. Surgió de manera espontánea, mientras trabajábamos muy relajadamente en la confección del guión. Para entendernos mejor en las discusiones, utilizábamos referencias de filmes conocidos y ya teníamos un modelo que nos facilitaba el trabajo. Después, encontramos divertido y enriquecedor el juego de las referencias, y lo hicimos explícito en forma de homenajes. También eso resultaba coherente con la retórica burocrática”.

A Gutiérrez Alea jamás le preocupa reflejar fielmente la realidad, sino criticarla, exagerarla, deformarla, y provocar al espectador, muy en consonancia con ciertos ideales postmodernos desvinculados del realismo y el balance. La muerte de un burócrata conforma, junto con Memorias del subdesarrollo, La última cena, Hasta cierto punto y Fresa y chocolate, el mural audiovisual que nos representa, en tanto nación, muy distante de toda idealización y unanimidad, imperfectos, exagerados, imposibles de atrapar en dicotomías y esquemas impuestos por la modernidad.