Cuando el canto tropieza con la lengua

José Ángel Téllez Villalón
7/8/2020

Es mejor tropezar con la punta del pie y no con la lengua
(Proverbio Suahili)
 


 

Uno siente vergüenza ajena, y hasta lástima, si nos despojamos de ciertas plomadas ideológicas que gravitan en la rabia. Que un artista admirado caiga en el pantano, abatido entre siete fuegos, que sus metáforas se coticen menos que sus palabras-piedras y que un post político acumule el triple de interacciones que la promoción de su última obra, es tan penoso como aquel caso que ahora es zanja de la bola, y lo invitan a un programa televisivo en Miami, no para hablar de su disco o del próximo concierto, sino para comentar sobre la carta abierta que lanzó contra otro artista que crea y funda en la Isla que lo vio nacer y ser.

Algunos lo hacen por “mareados”, porque se les sube la fama para la cabeza, y otros por puro cálculo, oportunistas y/o doblegados. Los hay que se les junta todo: la pandemia de la postverdad, escraches en las redes sociales, presiones de poderes locales, malas rachas en sus carreras artísticas y problemas personales que precipitan resentimientos y complejos mal conducidos por una enclenque inteligencia emocional, junto a falencias informativas y culturales. Presionados e inestables, tropiezan con la lengua y devienen cautivos de una frase que escupieron sin meditar; con la que ofenden una, dos y tres veces al mismo bando que dicen defender. Entonces, en una escalada compulsiva, de acciones y reacciones, se hunden hasta el cuello en la violencia verbal, hasta un punto sin retorno, una trama de resentimientos y odio de la que ya no pueden escapar.

Van a circunscribirse en el círculo de la insaciabilidad, vendida con la etiqueta de “éxito”. Por ser famosos, para atraer sponsors a sus monetizadas cuentas, promueven y cotizan diariamente su imagen. La mano “depilada” del mercado consigue que les importen más los likes que los aplausos, el escándalo que una opinión crítica de su obra. Prefieren llorar en público a su hermano, las confesiones que antes quedaban entre cuatro paredes, en la discreción del psicoanalista o del babalawo, se lanzan al ruedo en las redes sociales y se vuelven “noticias”. Sus desahogos públicos, en “directas”, se convierten en titulares de los libelos que sí ganan por reproducirlos.

Poco a poco, mediante sus algoritmos, Facebook los encapsula en una esfera ideológica, de confort, ficticia; una especie de “gueto” donde solo se ven y leen las opiniones que repiten sus propios prejuicios y creencias. Se vuelven incapaces de escuchar en las plataformas sociales algo más que la resonancia de su propia voz. Son sordos a los llamados de “concéntrate en tu música y deja la política”. A la larga, sus juicios y comentarios quedan fuera de su propio control, no hay posibilidad de remediarlo; una vez que se publican, resulta imposible borrarlos completamente de internet. 

Los artistas son a veces los escrachados, sus opiniones vertidas a la ligera los hacen blanco de escarnios mediáticos. Sus muros son invadidos por foristas de baja catadura moral, que los acribillan con ofensas y hasta con amenazas a ellos y a su familia. En otros casos, sus apreciaciones infundadas, sus juicios calumniosos sirven a las fuerzas del odio, que los instrumentalizan, interesadamente, sin pedirles autorización. La opinión se manipula y esparce con inmediatez, entre otras cosas porque la mayoría de la gente no chequea la información antes de compartirla. Al hacerle el coro a lo que más se vende en el pantano floridano, lo que dictan a los mercenarios los funcionarios de la embajada estadounidense, terminan en el mismo saco. No hablo de los cínicos, que por ganarse el pedigrí de “censurado”, repiten el “bocadillo” de moda. En todos los casos, por denigrar o estigmatizar a instituciones, o personas naturales, incurren en ilegalidades, en el delito de difamación.

“Miami no cree en lágrimas”, ya lo dijo Edmundo García. Hasta al Pitbull se le doblan las piernas. Los epígonos de Joseph McCarthy desatan hoy una férrea cacería de brujas, le ponen el cartelito de “comunista” a quien sencillamente viva en Cuba o se abstenga de hablar mal sobre el gobierno. Pocos resisten esta ola. Desafinan ante el ruido, no sostienen su propio son de ser artistas y no políticos, de mostrar su apropiación estética del mundo y no de demostrar o desmontar nada. Olvidan lo que la sabiduría africana enseña: “Los pájaros cantan no porque tienen respuestas, sino porque tienen canciones”. Al final, le hacen el juego a los que les exigen que digan lo que ellos no tuvieron el valor de expresar públicamente en Cuba. Se dejan arrastrar hasta la indecencia y la mediocridad. La rabia los ciega, se obsesionan con enfrentar a quienes los sacan de su propio destino y corrompen su iwa pele (buen carácter).

Con la palabra se salva y se destruye, así apunta una de las fábulas incluida por Samuel Feijoo en su libro Mitología cubana: Obatalá, para probar la sabiduría de Orula, le ordenó que preparara la mejor comida. Orula fue al mercado, compró lengua de toro, la condimentó y cocinó de manera tan singular que Obatalá se relamió de gusto. Al preguntarle el oricha mayor la razón de por qué escogió ese plato, el joven le respondió: “Con la lengua se concede aché, se ponderan las cosas, se proclama la virtud, se exaltan las obras y maneras, y con ella se llega también a encumbrar a los hombres”. Tiempo después, para completar el examen, lo mandó a preparar la peor comida que pudiera hacer. Orula fue al mercado, compró nuevamente una lengua de toro, la cocinó y se la presentó a Obatalá. Esta, al ver la misma comida que le había ponderado como la mejor, increpó a Orula: “¿Cómo es posible que al servirme esta comida me confesaras que era la mejor, y la presentas ahora como la más mala?”. Orula le respondió a Obatalá: “Entonces te dije que era la mejor, pero ahora te digo que es la peor, porque con ella se vende y se pierde a un pueblo, se calumnia a las personas, se destruye su buena reputación y se cometen las más repudiables vilezas”. Obatalá le hizo entrega del gobierno del mundo al que abre los caminos.

Son el carácter y los sentimientos los que conducen por un camino o por otro. A ser poeta del símbolo o proxeneta del emoticón, mago del tropo o trapecista del amago, cimarrón del arte o esclavo del “negocio de la música”, intérprete de la realidad o repetidor de la verdad naturalizada por el poder (WASP), colonizador y excluyente. Hay que saber hablar y saber callar. Si siempre fue así, más aún en estos tiempos. “A la persona se la atrapa con su palabra”. “Cuando la boca no habla, las palabras no ofenden”, reza un dicho de la tradición oral africana. “Al sabio no se le conoce por el ojo, se le conoce por la oreja”, dice otro. Porque la verdad, la palabra que no se corrompe, germina en la escucha y en el silencio. Curtida por el amor y tejida por la reflexión, brota con más vitalidad, para edificar y curar.

Entre los proverbios de La Biblia, aparece este del Rey Salomón: “Hay quien habla sin tino, como golpes de espada, pero la lengua de los sabios sana”. Lo mismo creía José Martí: “Las palabras deshonran cuando no llevan detrás un corazón limpio y entero”. “Las palabras están de más cuando no fundan, cuando no esclarecen, cuando no atraen, cuando no acuñan”. Para nuestro Apóstol no se ha de decir, incluso ni “en la ciega hermosura de las batallas, lo que mueve las armas de los hombres a la fiereza y al rencor”. Por ello, recomendaba ser responsable con ciertas palabras, “ponerle rienda doble y freno fuerte”. Expresiones de esa “fórmula del amor triunfante” que guio el comportamiento de nuestro más grande poeta y político.

Filosofía que mueve al “cantor del pueblo”, Alexander Abreu, quien en noviembre pasado, y a propósito del tema que nos ocupa, compartió en su muro: “Por más odio que exista en estos tiempos en las redes sociales, por más ofensas que me lleguen, como si quieren tomar esta publicación para decir más cosas aún y mucho más. ¿Saben algo?, voy a triplicar mi amor y mi respeto por cada cubano que existe en esta tierra. ¡Donde esté y cómo piense no importa!, voy a triplicar mi amor. No soy Dios para poner en orden este planeta en el que mueren niños a diario a causa del hambre y las armas, no soy Dios para frenar el odio. He visto amigos que estudiaron conmigo y saben de dónde vengo, bien que lo saben, escribir y publicar cosas horribles. Pues si de algo sirve, no tengo odio, al contrario, tengo mucho amor, amor y más amor…”. Esto, antes de la letra de ese nuevo himno titulado “Me dicen Cuba”.