Contingencias de noviembre

Rafael de Águila
3/8/2020

“Podría disparar a la gente en la Quinta Avenida

y no perdería votos”.

Donald Trump. Sioux Center, Iowa. Enero de 2016.

 

Hace ya trece años el hoy presidente norteamericano escribió un libro. Ha escrito varios, o coescrito. La obra a la que aludo lleva por título Think Big and kick ass in Bussiness and Life. El coautor esta vez fue Bill Zanker. Confieso no haberla leído, confieso que aun de tenerla a mano no la leería. Hay algo, sin embargo, de lo que estoy absolutamente convencido: al autor le agrada esa acción, la aludida en esa idiomatic phrase tan norteamericana, kick ass (patear traseros). Existen seres así, casi todos hemos conocido alguna vez a alguno. Se trata de personalidad, carácter, psiquis, maneras de ser, como decimos los cubanos. Solo que en este caso se trata del presidente de los Estados Unidos de América, la nación más poderosa del planeta. No pretendo pergeñar una diatriba ideológica u ofensiva, no es mi estilo. Donald Trump es presidente de la mano del voto de su pueblo, con arreglo a sus leyes y a su Constitución. Respeto eso.

Las causas —politológicas, sociológicas, económicas— que llevaron a Donald Trump a la Presidencia exceden el marco de este exiguo texto. A mi modo de ver todo se relaciona con el auge populista que, desde la desesperanza y la incertidumbre de los últimos años, se ha lanzado sobre el mundo, asociado a la capitis deminutio que sufre del ciudadano actual para juzgar y elegir. Porque Trump, a todas luces, es un populista. Solo procederé a analizar lo que como intelectual —como mero ciudadano del planeta, ciudadano de un país del III Mundo— me genera, he de confesarlo, cierto desvelo. Todos hemos sido testigos de las declaraciones y acciones de Donald Trump a lo largo de estos casi cuatro años. No adjetivaré, cada lector colocará el adjetivo que decida. Convengamos que —he asegurado que me mantendré lejos de toda diatriba— ha resultado un presidente sui generis —único en su género, para los no versados en latinajos—, impredecible, no convencional, nada ortodoxo y políticamente incorrecto según muchos, no lo digo yo. Y parece lógico: se trata de un magnate inmobiliario. Los de su tipo no resultan justo ejemplos de diplomacia o versados en las artes politológicas distintivas de un estadista. No es un político, no lo fue nunca; como no lo ha sido Kanye West, por ejemplo, que ahora runs for president: ¡A saber cuáles serían los dichos y hechos del rapero de Georgia en el hipotético caso —líbrennos de ello los Padres Fundadores— en que alcanzara a acomodarse (razonar o irrazonar) detrás del mítico escritorio Resolute en el no menos mítico Despacho Oval!

Volvamos a Trump: Han sido cuatro años impredecibles, asombrosos. Si nos lo hubieran contado nos habríamos negado a creerlo. Hemos constatado poses, discursos y acciones, sin olvidar el muy peculiar estilo de Twitter. Han sido, sin dudas, años peligrosos. Muy pocos en el mundo, sin importar filiación ideológica —me arriesgo a decirlo—, han valorado de manera positiva al mandatario; ni siquiera sus aliados europeos, con los que ha desarrollado no precisamente una relación íntima u óptima, al contrario. Una vez más me aventuro: quizá sea el presidente norteamericano peor valorado en el mundo desde el fin de la II Guerra Mundial, a las antípodas del respetado Roosevelt o del admirado y desdichado Kennedy. Ello ocurre cuando, quizás también, resulte el Presidente norteamericano cuyo círculo de partidarios en USA —ochenta millones de seguidores exhibe en Twitter—, lo que pudiéramos llamar su “núcleo duro” (su base) resulta en extremo fervoroso, militante y muy fiel, para desterrar epítetos que alguno pudiera tomar por inadecuados. En enero de 2020, hace tan solo un semestre, Donald Trump habría ganado, según opinión de la mayoría de los analistas —con facilidad— las próximas elecciones de noviembre. Una vez derrotado el intento de impeachment, la economía USA marchaba a todo gas, no se avizoraban nubes o vientos fuertes, todo era calma chicha y buenos augurios; pero… en la ciudad china de Wuhan asomó un virus…

…Y tornas veleidosas las del viento…

…un virus que en muy poco tiempo devino pandemia, y en muy reducido lapso USA lideró al mundo —tristemente— en dramáticas cifras de contagios y luctuosos fallecimientos. Si millones han sufrido la enfermedad y más de ciento cincuenta mil han muerto, la economía —la principal de las fortalezas que exhibía el presidente en virtud de la reelección— ha recibido un golpe brutal: se reporta caída récord en materia de PIB (32,9 % en el segundo trimestre del año) y una pérdida significativa de empleos. El panorama es hoy otro, muy diferente, diametralmente opuesto. Muchos analistas sostienen que la conducta del presidente —declaraciones y acciones— ha resultado errática en materia de conducción y contención de la epidemia en USA. Según encuestas solo el 38 % cree que el presidente lo ha hecho bien. A ello se han sumado las protestas en el marco del movimiento Black Lives Matter, generadas a partir de la muerte, a manos de los cuerpos policiales de Minneapolis, del ciudadano afroamericano George Floyd —millones de seres en el mundo alcanzamos a presenciar las terribles imágenes—. Huelga decir que en modo alguno se trata de un hecho aislado: vicisitudes de ese talante han tenido lugar —de formas reiterada y angustiosa— por años en esa nación. Y tales vientos, agalerados y furibundos, han hecho mutar el panorama electoral: giro total, vuelta en U.

“El contrincante parece ser hoy un virus. Es Donald Trump versus Sarcov-2: un presidente lucha
por su reelección frente a un virus envuelto en su genoma de ARN (…)”. Fotos: Tomada de Internet

 

Todas las encuestas, algunas de ellas ofreciendo ventaja al candidato demócrata por más de diez puntos, están hoy de acuerdo: a poco más de tres meses de las elecciones, Donald Trump tiene grandes probabilidades de perderlas. Y tres meses, convengamos, es poco tiempo; poco para revertir la situación al menos; poco cuando del otro lado no se mueve precisamente un contrincante político —desde enero no vemos una campaña a la usanza tradicional: el candidato demócrata, Joe Biden, se ha mantenido aislado en función de protegerse de la enfermedad—. El contrincante parece ser hoy un virus. Es Donald Trump versus Sarcov-2: un presidente lucha por su reelección frente a un virus envuelto en su genoma de ARN; un agente infeccioso acelular que, urge decirlo por raro que pueda resultar, se erige como mucho más impredecible que el magnate. Se vaticina improbable que en apenas tres meses se logre controlar la epidemia en territorio norteamericano. En apenas noventa días habría que, pongamos por caso, lograr una vacuna; improbable cuando los candidatos vacunales en apariencia más exitosos (como la anunciada por el consorcio biotecnológico Moderna Inc., con sede en Cambridge) de seguro excederán ese tiempo en función de ser aprobados y empleados. Resulta todavía más improbable que se adopten medidas de alta rigurosidad —al estilo de naciones asiáticas— que coadyuven al control de la epidemia. Virólogos y epidemiólogos, como el mismísimo Anthony Fauci, auguran que tal vez peores días puedan estar por llegar. El empleo de un medicamento antiviral que minimice fallecimientos tampoco está —al menos hasta hoy— muy a la vista. Y se precisa detener al virus como requisito indispensable que permita regenerar la economía, los negocios, los empleos, el consumo interno, el PIB. Y, desde luego, poner a salvo vidas. En los tres meses que se avecinan algunos fantasmas pueden incluso asomar su feo rostro: ahora mismo acontece un vendaval desde el sobredimensionamiento del precio del oro y la bitcoin.

No pueden descartarse ciertos elementos a favor: la ayuda gubernamental a pequeñas empresas, desempleados y millones de familias —la segunda, de mayor connotación y alcance que la inicial, firmada por el presidente el pasado 27 de marzo—, acaba de ser aprobada. Ello puede jugar un papel importante en incrementar cierto apoyo a su reelección. Tampoco pueden obviarse las ganancias que puedan derivar de la distintiva agresividad verbal de Donald Trump en los dos debates que se avecinan, esa suerte de batalla-espectáculo que por tradición sostienen los candidatos antes de las elecciones. Puede el presidente elegir a una mujer, a un latino o a un afroamericano —si evangélico mejor—, como su candidato a vicepresidente. Se barajan ciertos nombres. Salvo eso, el rango de maniobra en función del necesario control de daños no parece mostrar un vasto arsenal de posibilidades; por el contrario: parece muy reducido. Días atrás, luego de proceder a la cancelación de la Convención Republicana, el presidente, en su asiduo accionar desde Twitter, se preguntó acerca de la posibilidad de posponer las elecciones (algo que jamás ha ocurrido): adujo que el voto postal resultaría “inexacto y fraudulento”, en su opinión “el más inexacto y fraudulento de la historia” norteamericana. En Estados Unidos el día exacto de las elecciones presidenciales está prefijado por Ley federal, disposición que data de 1845, a saber: “martes posterior al primer lunes de noviembre”. Es decir, el próximo 3 de noviembre. (1) Posponer la fecha de las elecciones es prerrogativa del Congreso, que debe aprobarlo por mayoría, según lo establecido en el Artículo II, Primera Sección, Numeral 3ro., de la Constitución norteamericana: “El Congreso podrá fijar la época de designación de los electores, así como el día en que deberán emitir sus votos, el cual deberá ser el mismo en todos los Estados Unidos”. La fecha de la asunción presidencial, a su vez, se establece desde la Vigésima Enmienda: “20 de enero del año subsiguiente a la elección”. En este último caso cualquier cambio de lo establecido requeriría un mandato legal de idéntica fuerza, o sea, una enmienda constitucional. Dada la correlación actual de fuerzas en el Congreso —y las reacciones generadas a partir de la declaración del presidente, incluso entre sus mismos correligionarios— no parece, al menos hasta hoy, que ni uno ni otro cambio de fechas resulten, por lo mínimo, probables o tan siquiera discutibles. Dado todo cuanto hemos conocido en estos cuatro años desde las acciones y declaraciones de Trump, su veleidosa personalidad y peculiares modos de proceder, no resultaría fantasioso avizorar ciertos peligros domésticos, es decir, peligros que se ciernen sobre los Estados Unidos y algunos de ellos externos, que se avecinan allende sus fronteras. Veámoslos.

Noviembre y los peligros domésticos

Muchos habrán echado mano a perfiles psicológicos de Donald Trump: a sus declaraciones en la pasada campaña, esa que en el 2016 lo llevara a la presidencia; (2) a declaraciones posteriores. Algo parece inobjetable, no es hombre que acepte derrotas. Él mismo lo admite: En una entrevista con Cris Wallace, de la Fox News, sostuvo: “No soy un buen perdedor. No me gusta perder”. No existe humano al que las derrotas le agraden, ellas se reconocen con pesar, se digieren, se metabolizan y, no obstante daños y dolores, la vida continúa. Donald Trump no parece ser de esos que aceptan: aduce fraudes, mentiras, fake news, acusa a otros, se amuralla. Todo es falso, todos mienten; no importa quienes sean, la prensa, la CIA, el FBI, los sondeos, los demócratas: ¡todos! En rara analogía muchos de sus partidarios, fervorosos y muy fieles, actúan a imagen y semejanza. No olvidemos que vivimos en el reino de la postverdad; la RAE la define como: “Distorsión deliberada de una realidad, que manipula creencias y emociones con el fin de influir en la opinión pública y en actitudes sociales”. Justo eso hizo Trump en el 2016, eso hace ahora: manipular emociones y azuzar miedos, otro de los modus operandi de los populistas. Veamos las similitudes: ahora, “si Joe Biden gana en noviembre la Unión Americana será una Venezuela”, declaró hace poco. Antes, en el 2016, dijo: “si Hillary gana habrá guerra con Rusia”.

Puede el común de los seres preguntarse: ¿qué sucederá si en el venidero noviembre el voto favorece al demócrata Joe Biden, como hasta hoy sostienen las encuestas? ¿Lo aceptará Donald Trump? ¿Llamará por teléfono esa noche, desde su Headquarter, a su contrincante para felicitarlo, como resulta tradicional? ¿Sostendrá que ha sido víctima de un fraude mayúsculo, descomunal, el mayor de la historia electoral norteamericana? ¿Pedirá anular las elecciones? ¿Hará un llamado a sus fervorosos partidarios, a su “núcleo duro”, muy dados a la tenencia de armas, para que lo apoyen? ¿Saldrán estos a las calles en plan de protesta y/o batalla? ¿Se negará Donald Trump a abandonar la Casa Blanca? ¿Pondrá en peligro el muy ortodoxo y previsto andamiaje de la democracia estadounidense establecido siglos atrás por los Padres Fundadores? Nadie lo sabe.

Algunos pueden presumirlo, el mismo Joe Biden lo ha dicho. El pasado junio, en entrevista al Daily Show, del canal Central Comedy, sostuvo que el presidente trataría de robar la elección y citó la posibilidad de que Trump se negara a abandonar la Casa Blanca. Sucede que si se elige —pongamos por caso, con todo respeto— al presidente de la República de Vanuatu, todo lo relacionado con esa elección tendrá capacidad para afectar —únicamente— a los ciudadanos de esa bella nación insular; la elección del presidente de USA afecta, de la mano del poder inmensurable de ese país —económico, financiero, comercial, militar—, a todo el planeta. (Tal vez lo idóneo resulte que el presidente de USA deba ser elegido por todos los habitantes del planeta y no solo por los norteamericanos.) Atendiendo a lo que hemos presenciado de Donald Trump en estos cuatro años, una actitud negacionista en cuanto a aceptar su derrota electoral no parece ser fantasiosa. Aunque no existe requisito o base legal alguna, vinculante o no, en cuanto a que el perdedor deba reconocer su derrota, no hacerlo pudiera representar no poca fractura y estropicio.

Noviembre y los peligros off shore

“A China le ha asestado un golpe tras otro; a Rusia lo suyo, aunque algo menos.
Mas… ambas naciones son en extremo poderosas”.

 

Los ya expuestos son, digamos, peligros domésticos, peligros para los USA; mas no son los únicos peligros. Donald Trump ha identificado enemigos externos. Una de las características del populismo es la atizar nacionalismos y azuzar miedos, miedo al enemigo (al interno y al externo). En el caso de Donald Trump ha identificado y lidiado con algunos de esos “enemigos” externos tal vez con mayor fuerza que cualquier otro mandatario norteamericano en los últimos años. Tal es el caso de China, Corea del Norte, Irán y Venezuela. Sin olvidar a Rusia y Cuba: un hexágono de refractarios. Cualquiera de esas naciones pudiera prever un endurecimiento de las acciones del presidente, en caso de resultar reelecto el próximo 3 de noviembre. Cualquiera de esas naciones también pudiera prever una escalada de últimas acciones en el tiempo que media entre el día de hoy y la realización de las elecciones, es decir, el trimestre venidero y, aún, en esa suerte de interregno que media entre el 3 de noviembre y el 20 de enero de 2021, en caso de resultar derrotado.

Por lo usual, se trata de un periodo en el que el presidente saliente suele conmutar penas y conceder perdones, arreglar y recomponer, en suma, lo nimio que considere pueda y deba ser arreglado o recompuesto. Norma no escrita resulta abstenerse de acciones trascendentales: esas ya no les corresponden. Atendiendo a la personalidad —y a los modos de actuar, esos nada ortodoxos, que hemos presenciado con relación a este presidente en los últimos cuatro años— no resulta fantasioso imaginar que —descomedimientos mediante— a Donald Trump pueda ocurrírsele arreglar o recomponer algo no precisamente nimio allende sus fronteras. No respetar la ortodoxia consuetudinaria y sentar precedentes emprendiendo acciones trascendentales: dejar su huella, su impronta, su legado. ¡Y vaya Dios a imaginar cuáles puedan ser sus ocurrencias y los modos y maneras que decida emplear para ejecutarlas! En resumen: Donald Trump, dicho por lo claro, antes de decir bye al Despacho Oval, puede decidir emprenderla contra sus enemigos. Golpearlos antes de dejar la Casa Blanca camino a su fastuosa y muy floridana Mar-a-Lago. A China le ha asestado un golpe tras otro; a Rusia lo suyo, aunque algo menos. Mas… ambas naciones son en extremo poderosas. Y Donald Trump podrá ser muy Donald Trump pero China y Rusia son China y Rusia. Corea del Norte posee armas nucleares. Un incidente allí resultaría una confrontación global de incalculables consecuencias. La República Islámica de Irán, en menor escala, resulta un hueso duro de roer, (3) que, además, puede soliviantar y hacer explotar ese polvorín en sempiterna deflagración que es Oriente Medio. Sobre el tamiz se levantan Cuba y Venezuela. Tratar de patear traseros a los supuestamente más débiles puede parecer glorioso. Pragmático.

Epílogo

Por vez primera la derrota electoral de un presidente norteamericano deviene sensación de vasta inseguridad —doméstica e internacional—, no de la mano de las acciones que decida emprender en los próximos cuatro años aquel que, victorioso, probablemente le suceda sino desde las aventuras con las que decida despedirse aquel que se retira.
 

Notas:
  1. La XX Enmienda, de fecha 23 de enero de 1933, sostiene lo siguiente: “Los períodos del Presidente y el Vicepresidente terminarán al medio día del veinte de enero y los períodos de los senadores y representantes al medio día del tres de enero, de los años en que dichos períodos habrían terminado si este artículo no hubiera sido ratificado, y en ese momento principiarán los períodos de sus sucesores”.
  2. En octubre de 2016, en debate presidencial televisado, sostuvo: “solo reconoceré resultados si gano”. Hace apenas unos días ratificó ante la Fox News algo semejante.
  3. El mundo contempló lo sucedido cuando la República Islámica de Irán replicó con una andanada no despreciable de misiles tras el asesinato del general Qasem Soleimani.