Confesión

Iben Nagel Rasmusen
3/2/2017

El primer rayo de sol del año ha penetrado esa colcha gris húmeda que ha envuelto los días desde mi regreso de Italia poco antes de Navidad.

Mañana, 5 de enero, empezaremos en serio con Mythos, nuestro próximo espectáculo.

Cuando comencé a entrevistar a Eugenio y a anotar chispazos de mis recuerdos de los espectáculos anteriores, creí que ambos recordaríamos más y de forma cada vez más precisa a medida que nos acercáramos al presente. Nada más equivocado.


Iben Nagel Rasmussen en La vida crónica. Foto: Tomada del sitio web del grupo

En lo que a mí respecta, los recuerdos sobre la génesis de Kaosmos se disuelven en una niebla impenetrable de detalles y dificultades técnicas.

Ha pasado un año desde que presentamos el último Kaosmos. Eugenio no pudo estar presente, porque estaba en la fiesta de los 70 años de Martin Berg, un querido y estrecho colaborador nuestro de muchos años. Había invitado a asistir al espectáculo al escritor Henrik Nordbrandt, a quien, entre otras cosas, no le gusta el teatro. La intención es utilizar en Mythos sus poesías o fragmentos de ellas.

Eugenio regresó al día siguiente. Persuadió a Henrik Nordbrandt de que cancelara una reunión en Copenhague para asistir al “naufragio” o al “funeral” de Kaosmos junto a los amigos más cercanos del Odin Teatret; unos cincuenta en total.

La sala blanca de nuestro teatro se había transformado en un solemne salón de banquetes. Ninguna tarima, ni bancos ni escenografía. Los invitados se acomodaban en dos largas mesas cubiertas por inmaculados manteles de damasco y candelabros encendidos.

El vino fue vertido en los vasos. Eugenio dio la bienvenida y se brindó —también los actores— antes de que la ceremonia comenzara. En el espacio libre que quedaba entre las dos mesas, sin objetos, sin más luz que la proveniente de las velas y con trajes propios que ni siquiera Eugenio había visto antes, volvimos a realizar el espectáculo.

Después de la escena final, Eugenio pronunció el réquiem. Susurrando con voz ronca, casi imperceptiblemente, nos confió que Kaosmos no habría podido tener sepultura mejor.

En el vestíbulo del teatro, el cocinero estaba listo con un cerdo al espiedo que pronto se llevó a la sala junto con otras comidas y vino en abundancia. Se bebió, se comió, se habló y se cantó. Hasta Henrik Nordbrandt se dejó convencer y cantó. Era una poesía turca de Yunus Emre. Eugenio respondió con una canción polaca de hostería.

Nos sentíamos aliviados de haber terminado con Kaosmos y creíamos que ahora estaba de verdad muerto y enterrado.

Pero comprenderíamos mejor más adelante.

No pasaron muchos días antes de que Eugenio se pusiera de acuerdo con quién sabe qué abogado del diablo sobre el hecho de que el “naufragio” había salido a la perfección, que nuestras partituras eran tan interesantes sin el vestuario que se hubiera podido hacer al menos uno, o quizás dos espectáculos a partir de aquel material.

Y así fue… con idas y vueltas y protestas por parte de los actores.

"Pero ahora los tenemos”, como dice Eugenio: Oda al progreso y Dentro del esqueleto de la ballena.

Dos fénix de las mismas cenizas —¡no está mal!

Es cierto que en mi memoria la génesis de Kaosmos se diluye en una niebla de detalles técnicos. Por otra parte, el proceso de creación es solamente un aspecto del trabajo del actor. La verdadera vida del espectáculo nace del encuentro con los espectadores.

Cuando fuimos a Chile, nos dijeron que Kaosmos describía su situación: los indígenas Mapuches, que desde hacía tiempo hacían un sit-in ante la Ley (el Palacio Presidencial), mientras esperaban y esperaban que se hiciera justicia a propósito de la tierra que les había sido arrebatada.

Según algunos espectadores argentinos, el espectáculo hablaba de las Madres de la Plaza de Mayo, de la búsqueda de sus seres queridos, que hacían llamamientos para recuperar los hijos o los nietos “desaparecidos” durante la dictadura.

En Polonia estaban convencidos de que Kaosmos describía la situación actual en la Europa del Este.

Unos amigos nuestros, en Suecia, habían perdido una hija recién nacida. “Está aquí —dijo el padre—, vuela sobre los doseles de su espectáculo”.


Iben en Las grandes ciudades bajo la luna. Foto: Internet
 

Nosotros —los actores, los personajes— nos acercábamos, nos encontrábamos y nos separábamos en combinaciones caleidoscópicas con tantas posibilidades de interpretación como espectadores había.

Dinamarca, Suecia, Noruega, Italia, Portugal, España, Francia, Polonia, Inglaterra, Alemania, Hungría, Brasil, Chile, Colombia, Argentina, Uruguay, Venezuela, Costa Rica, Cuba, México, Canadá.

Eugenio asistía a los espectáculos sentado en la esquina del banco más bajo, en los escalones de la escalera de la tarima, o de pie si no había puesto.

En aquella posición incómoda y con una mirada de halcón, listo a descubrir la menor vacilación, no lograba, sin embargo, esconder del todo una —¿cómo decir?— “sonriente y solar ternura”.