Conciencia cultural del beisbol

Norberto Codina
23/8/2019

Los deportes, el fútbol, el beisbol, conforman una manera privilegiada de retornar a la infancia. Hay cierto atavismo en nuestros seminales años de primaria (y aún después ya de mayorcitos) cuando a la hora del recreo, en vez de hacer la cola de la merienda o comentar la película de la matiné dominical, buscábamos por el patio de la escuela, si teníamos tema para una discusión que nos favoreciera, a los condiscípulos del equipo contrario; o nos escabullíamos con precipitada torpeza si la noche anterior fuimos derrotados. En esa etapa formadora se construyen las primeras complicidades con los afines a nuestro club —es decir, en un sentido primario a nuestras ideas—, pero nada se compara con la provocación a los seguidores de los eternos rivales, y el debate que esto desencadena, lo que el sabichoso cronista Eladio Secades bautizara, al reconocer la confrontación de aficionados contrarios en los centros de trabajo u otros espacios familiares o públicos, como “las tánganas beisboleras”. Y aquí hay mucha tela por donde cortar para el sicoanálisis, el desarrollo de la personalidad, la autoestima, las motivaciones, la cultura compartida, la identidad, y un largo etcétera. Son numerosas las anécdotas, los relatos, las referencias de conciencia y cultura que nutren esos primeros compromisos de pertenecer a algo.

Foto: Roberto Ruiz/Juventud Rebelde
 

Del excelente prosista que fue Raúl Roa hay una crónica antológica —y que siempre tengo el gusto de citar—, donde recrea su deslumbramiento por el deporte favorito a la más temprana edad, y el recuerdo de aquella primera admiradora, una hermosa trigueña de 12 años, en los idílicos tiempos en que “pisando y pisando era para el corredor”. Esa pasión lo acompañó siempre y son varias las anécdotas hilarantes que protagonizó. Una de ellas, ya como hombre maduro y flamante canciller de la Revolución cubana, aconteció cuando en 1960 acompañaba al presidente Osvaldo Dorticós en una gira por Sudamérica, gira que incluyó varias escalas técnicas, una de ellas en la activa megalópolis de Sao Paulo. El mandatario cubano, al regresar al aeropuerto con destino a Buenos Aires, “se encontró con un espectáculo singular. Mientras hacían tiempo por su regreso, Raúl Roa se fue con el periodista Eddy Martin[1], y otros compañeros a un cercano puesto de venta de naranjas. Para entretenerse, a Roa se le ocurrió tirarle naranjas a Eddy Martin mientras el vendedor las contaba. Se quitó el saco y lanzó la primera naranja. Poco después estaban jugando a la pelota, y como algunas naranjas se reventaban, el jugo le ensuciaba la ropa. Al llegar Dorticós y ver como Roa tenía la corbata y la camisa manchadas de jugo de naranjas, lo miró incrédulo, momento en que Roa salió con una de las suyas: ‘Mira como estoy, chico, las naranjas brasileñas son una mierda’”[2].

Raúl Roa. Fotos: Internet
 

El compositor y cantante venezolano Franco De Vita, que por su origen italiano y pasar gran parte de su infancia en la tierra de sus padres fue un seguidor del fútbol, cuenta cómo aún siendo niño, en el dilatado desplazamiento que fue el regreso a su ciudad natal, la familia hizo una escala en Nueva York. Al descubrir con sus ojos de infante la maravilla de cómo en el barrio de Brooklyn los niños cerraban algunas calles para jugar beisbol, pensó “yo quiero quedarme aquí”, y con mucha tristeza y a pesar suyo continuó viaje a la Caracas donde había nacido, pero ya marcado por esa nueva experiencia lúdica, y allí definitivamente desarrolló su pasión por los dos deportes.

Según cuenta un vecino de la infancia del reconocido intelectual mexicano Jesús Silva-Herzog en la niñez compartida en el Distrito Federal, cuando este quería salir a jugar beisbol, encontraba a veces la resistencia de su padre, una persona de mucha valía social y lamentablemente con serios problemas visuales. En ocasiones el progenitor le demandaba que priorizara el compromiso que tenía de leer para él, y el pequeño Jesús se las ingeniaba para ser remplazado en esa tarea por el vecino de marras, reclutado a cambio de ser recompensado con una botella de refresco, lo que dejaba libre a Silva-Herzog para poder ejercitar su pasatiempo favorito.

Puede ser infinita la correspondencia de testimonios que avalan esos referentes afectivos de la impronta de los juegos atléticos en la educación más temprana. El periodista y dirigente sindical cubano Roberto Veiga Menéndez cuenta sobre sus estudios en la escuela pública de su barrio en Pueblo Nuevo, Matanzas, y cómo se comportó ese imaginario deportivo: “Había obsesión por la pelota en el barrio. Existían dos escuelas públicas, la de José Tomás (…) y la de León (nombre también de su director), donde estudiaron muchachos que brillaron en el beisbol profesional y hasta en las grandes ligas en Estados Unidos, como: Leonardo Cárdenas, Cheito Cardenal, Pedro Cardenal, Edmundo Amorós, Campanería y Enrique Izquierdo, entre otros”[3].

El actor estadounidense de ascendencia puertorriqueña Héctor Elizondo, todo un profesional aun en los papeles más discretos, memoriza con insondable nostalgia cómo se destacó en la secundaria como jugador de beisbol, llegando a participar en ligas inferiores. Experiencias pasadas que nos pueden acompañar el resto de nuestras vidas, como es el caso del japonés Haruki Murakami, sempiterno candidato al Nobel de Literatura, quien se levanta de madrugada y escribe hasta mediodía. Después hace deporte, pues le apasionan el beisbol y los maratones, en los que participa como una costumbre que este huidizo autor de 70 años quiere preservar hasta avanzada edad.

Escritor japonés Haruki Murakami.
 

El reconocido escritor Leonardo Padura —cuyo primer sueño, y frustración, en su natal barrio de Mantilla fue ser una estrella del beisbol—, describe en su cuento “El muro” cómo un empleado público, saturado con la abulia y el descreimiento de sus años de burócrata, contempla desde su puesto de trabajo a un niño jugando pelota contra una pared y recuerda sus propias ilusiones de la infancia. Decide entonces abandonar el claustro de la oficina para unirse al menor, y desarrolla un singular intercambio con el infante, desenlace marcado por aquellos primeros ensueños pueriles y los sucesivos reveses del hombre en que se convirtió.

En un texto de alguien que nada tiene que ver con la pelota, pero sí mucho con los debates del arte contemporáneo, como el crítico Orlando Hernández, este especula sobre esa relación entre lo dinámico y la espiritual que tiene la pelota en la conjunción del deporte con sus seguidores: “Sin duda alguna, el beisbol resulta ser un gran generador de sentidos, de significados, y puede (y debe) utilizarse como una gran metáfora para expresar o entender no solo el arte sino la realidad en que vivimos”.

Tal vez para definir esa extraña relación de la esférica en forma de recta supersónica o curva endemoniada con el leño presto a batearla y que genera un fenómeno de hipnotismo generalizado en los espectadores, ya sea en la concurrencia del estadio o los seguidores por radio y televisión, se ilustra en la paráfrasis de una frase alegórica del sabio mexicano Alfonso Reyes, “cuando la piedra del pitcher viene en camino, algo, que es mineral en nuestro bate, la presiente por imantación”.

 

Notas:
 
[1] Recordemos que fue unos de nuestros mejores comentaristas deportivos, todo un referente.
[2] Luis M. Buch y Reinaldo Suárez. Gobierno revolucionario cubano. Primeros pasos (Editorial Ciencias Sociales, 2004, p. 424).
[3] Roberto Veiga Menéndez: “Tenemos que dejar constancia de lo sucedido” (Boletín digital Cuba posible, 16-1-17, p.10).