Como si fuera Jorge Negrete

Alberto Guerra Naranjo
17/4/2018

Desde que comenzó a desplazarse en el Ford, de pueblo en pueblo, con el objetivo de lograr buenas ventas, de viandas y de frutas, Plácido Sierra, quien años después sería mi padre, se había convertido en un profundo conocedor de carreteras y, además, en un famoso conquistador. Era de pocas palabras, pero en cuanto a mujeres, las tenía por montones. Resultaba amable a la hora de ofertar la mercancía, ayudaba a colocarla en jabas y canastas, siempre ofrecía frutas de más y trataba de resultar exacto con el piropo que pudiera derretirlas de amor, según el caso.

Pocos eran los pueblos donde no contara con un espacio favorable para bañarse a sus anchas, comer un sabroso plato de frijoles negros, un par de hayacas, trozos de macho asado, yuca con mojo, un plato de chatinos o congrí. Pocos eran los pueblos donde no pudiera devolver las atenciones con un sexo agradecido a la cuarentona de turno, despacito, mi amor, que no hay apuros, quien lo recibía bien comido y bañado entre sus piernas, como si fuera el marido de siempre, muerto de placer, con los ojos en blanco, y no el negro altísimo que aparecía en un camión de vez en cuando.

Si algo resultaba curioso a sus colegas, y eso era pasto de intensos comentarios, sobre todo para su socio Tito Medina, quien un día se atrevió a bautizarlo, Compay Chinga Viejas, chiste por el que estuvo a punto de ganarse un sopapo, era que la mayoría de sus conquistas frisaran los cuarenta años, mientras él tenía veinticinco. Ventaja que no había razón para explicarles, y menos a ellos, partía de envidiosos, carijo, aclaró solo una vez Plácido Sierra, antes de largarse a su almuerzo seguro y a su baño con agua caliente. Contrario a lo que ocurre con ustedes, les dijo, además de sentirme como recién nacido, aquellas relaciones permitían establecer acuerdos de amor a corto plazo, sin amarrarse fijo a ninguna.

Ellas, las cuarentonas, decentes en su mayoría, formaban parte de un ejército de muertas de hambre de amor, con historiales tristes que comentaban a mi padre por su turno. Provocaban, además, un nudo intenso en su garganta, alguna humedad en sus ojos de vendedor palmero y cierta compasión solidaria, en la medida en que su carne tiesa penetraba en sus intimidades con estudiados golpes de placer; abusos de jovencito inquieto, que ellas, sudorosas, desajustadas, afortunadas, desaforadas, siempre agradecían. Lo mismo podía tratarse de alguna viuda ardiente de pasiones inconclusas que no aguantaba más en su condición de infeliz por decreto, que podía darse el caso de alguna cuarentona separada de algún alcohólico irredimible, o de alguna separada de algún sinvergüenza de burdel, o de alguna separada de algún vago de lotería, o de alguna separada de algún pendenciero inútil, o de alguna separada de algún adúltero empedernido. El asunto era que todas integraban un sutil ejército de mediotiempos traviesas, con las carnes duras todavía, en plena madurez para agitarse, locas por desatar sus energías sexuales a los cuatro vientos, y lo contemplaban bajar de un camión como si fuera un niñote con hambre de un afecto materno que ellas brindarían en la primera oportunidad que se ofreciera. A ese negro alto le vendría bien un buen baño después del trabajo, pobrecito, un almuerzo de domingo por la tarde con mucho amor, pero con la precaución de las ventanas cerradas para evitar chismorreos; así pensaban ellas, las cuarentonas dulces, a punto de ser correspondidas, mientras iban llenando sus canastas de viandas y de frutas, y así lo terminaban por proponer, caritativas, al que dentro de unos años después sería mi padre.

De ahí que, en el fondo, a Plácido Sierra se le considerara un camionero discreto, famoso por los intensos comentarios, pero respetado entre sus compatriotas, quienes se desgañitaban a golpe de pregón en las diversas plazas orientales sin merecer compensaciones como aquellas después del trabajo. Partía de envidiosos, carijo, reía mi padre al contemplar sus acicalamientos de miserables de amor, lavándose a la vista de todos en las plazas de los pueblos, inclinados en las plumas abiertas, empapados de agua y de malos pensamientos, locos por saciar sus ganas urgentes de hembra, sin otra opción que no fuera correr como perros en celos hasta la salida de los pueblos, a frecuentar bayuses.

Pero en sus ratos libres aquel grupo de camioneros, y eso también hacía morir de risa a mi padre, además de hablar largo y tendido sobre sus experiencias con putas, armados de un tranquilo desparpajo, eran capaces de confesar sus inicios zoofílicos con cabras, vacas, chivas, puercas, yeguas, y hasta con patos y gallinas, como si hablaran de simples novias de juventud.  Advertían, incluso, profundas distinciones en asuntos de placer con aquellos animales, donde ganaba fácil el sexo estrecho de las cabras, por las sabrosas pulsaciones que ofrecían y por su manera única de comprimírselo a uno, compay. En cuanto a relaciones con pollos y gallinas, casi todos confesaban sus inicios con esas pobres criaturas, cuyos conductos sexuales eran capaces de soportar las embestidas de un niño de nueve o diez años, pero cuando el mismo guajiro ya crecido insistía en pasarles la cuenta, el pollo o la gallina de turno, luego de unas cuantas fricciones, caía despatarrado, con su coño goteante de semen y bien muertecito, a causa del fervor de un muchacho de pito asesino, que, asustadísimo, pensaba las posibles respuestas a los padres por tanta gallina muerta en los corrales, todas con destrozos en sus culos, carajo, mientras comprendía de una vez que no quedaba otro remedio que sustituir cuanto antes las pasiones primarias con patos, pollos y gallinas, por las chivas, las cabras y las puercas, que eran mayorcitas y podrían soportarlo.

Entonces, como si formaran parte de un prestigioso jurado de juegos florales, relegaban a un segundo plano a las yeguas, las potras y las vacas, por ser dueñas de alturas injustas, a cuyos sexos se llegaba a duras penas, pues había que encaramarse en cualquier cerca de alambres de púa, con riesgo de sufrimientos secundarios, o subirse en algún banco de ordeño bajo la presión de ser sorprendido o, en el peor de los casos, con riesgo de que notaran su falta, auxiliarse de algún taburete de la mesa de comer. Como si no fuera poco, decían, para ensartar con eficacia a las yeguas, las potras y las vacas, se necesitaba de un compinche que las aguantara un rato, las engatusara por el frente para que se estuvieran quietas, acariciara sus cogotes como si fueran  novias de parque, vigilara atento el área del campo que el cristiano ardoroso no podría escudriñar al resollarse amplio, con su pito erecto, encajado detrás de la vaca o de la yegua de turno, como toro o caballo con suerte envidiable por menearse rico, sumergido en ese hueco ancho y de altísima temperatura, chapoteador, pero sabroso, el más sabroso del mundo, compay, por lo menos en esos instantes de venida espléndida y de ojos en blanco, de tembleque inolvidable en las rodillas, de caricias en las nalgas de la yegua o de la vaca, como si ellas fueran las novias de uno o como si uno fuera un caballo o un toro feliz, el más feliz de los toros y de los caballos, según el caso, y no un pobre guajiro de mierda, rodeado de guasasas y de moscas de campo que, desfallecido, extasiado, acalambrado, cambiaba de posición con su compinche de herejía, para que éste, con cierto desespero, también vertiera su simiente en ese hueco.

En cambio, muchachos, explicaba Tito Medina, sin pelos en la lengua y con fervoroso entusiasmo, las cabras y las puercas, al ser de pequeño formato, como dicen en las ferreterías de los pueblos, fáciles de maniobrar, ofrecían ganancias netas hasta en cuestión de intimidades, eran más agradecidas si se miraban bien, pues en ocasiones podían ser capaces de acercarse solas, como putas dispuestas, y sin que nadie se lo hubiera pedido, con el riesgo de que otros pudieran apreciar esos acercamientos con cierta suspicacia. Había casos de enviciados por el amor seguro de las cabras, que llegaban al colmo de la precaución y aprovechaban los bolsillos largos de sus pantalones para engancharles sus patas adentro, con tal de quererlas con mayores energías, y por si era necesario correr, en caso de algún peligro.

Pero desde que andaba recorriendo carreteras y pueblos encima de un camión, como si fuera Jorge Negrete o Pedro Infante, Allá en el Rancho Grande, muchachos, decía, muerto de risa, Tito Medina, en su condición de experto ante el grupo de vendedores que lo rodeaba, las chivas, las puercas, las cabras, las yeguas y las vacas, fueron sustituidas, como evidencia natural de mejoría, por una noble ensarta de guajiritas de campo. Pocas cosas en la vida causaban más placer que tirar piedrecitas en el río para que la guajira de turno se salpicara y de paso comprendiera que un tipo de camión y de mucho porvenir la estaba enamorando con ese antiguo recurso cifrado; pocas cosas en la vida causaban más placer que aprovechar la luz de la luna para tirar más piedrecitas, pero esa vez no al río sino a la ventana de tablas de una guajira ilusionada con el insistente camionero que la esperaba acuclillado y muerto de amor detrás de un árbol; pocas cosas causaban más placer que imaginar a la guajirita de turno en puntillas de pie evitando hacer ruidos en la oscuridad de la casa para que la familia dormida no la descubriera; pocas cosas causaban más placer que verla salir con el bulto de ropa en una mano y toda la ilusión de mujer enamorada en el pecho, dispuesta a entregarse como si fuera la muchacha principal de alguna radionovela de Félix B Caignet que sube al camioncito de su amante; pocas cosas causaban más placer que contemplarla con el aire polvoriento del terraplén sacudiéndole el pelo hasta llegar a una lejana casucha de yaguas, su nidito de amor imaginario, pero mi guarida en la vida real, donde pensará que va a vivir como dueña y señora, repleta de hijos felices y no uno o dos meses a lo máximo, como si fuera alguna de aquellas chivas, cabras o puercas de cuando no había camiones; pocas cosas en la vida causaban más placer que, otra vez con ayuda de algún compinche, enlazar a una guajira por sorpresa, en el río o en alguno de esos caminos, amortiguar sus gritos y pataleos con amarres precisos, abofetearla un poco, llevarla hasta la misma casucha de yaguas, dejarla amarrada por uno o dos meses, domarla como a potra salvaje, por mucho que grite en medio del monte hacerla entrar en razones, y gozarla sabroso, noche por noche, entre el compinche y él, hasta que se cansaran.  

Aún con agua y sudor corriendo por sus cuerpos, pero ya acicalados con recursos de vendedores ambulantes, el grupo, después de escuchar tanto cuento caliente del mentiroso Tito Medina, tenía el propósito de partir en caravana de camiones al bayú. Mi padre, con argumentos de amor de cuarentonas, declinaba siempre aquella invitación y se escurría con decencia, pero ese domingo necesitaba cambios de aires y, ante tanto ruego de sus amigos perversos, con tal de que lo dejaran tranquilo, terminó acompañando a Tito Medina y al resto de la tropa.

Compraron una botella de Matusalén entre todos que se pasaron de boca en boca como para hermanarse un poco en asuntos de putas, subieron a sus camiones sucios con risotadas de guajiros léperos que iban a fastidiar el domingo, manejaron por una carretera polvorienta y sinuosa mientras silbaban por su cuenta la misma canción de moda, bajaron de sus camiones con energías de charros mejicanos al contemplar el bayú, entraron guiados por  una música de victrola que les cambió la tarde por un ambiente de oscuridad, recibieron la sonrisa de una matrona que los estaba esperando como si los conociera de toda la vida, sintieron las palmadas que avisaban trabajo al ejército de putas de campo, fueron sentados en taburetes estratégicos para que a su vez sentaran en sus piernas a dichas putas de campo, apretaron carnes de piel cobrizas en su mayoría, contemplaron sus rostros dispuestos al ejercicio más antiguo del mundo y vieron, como si no pudieran creerlo, que dos de las putas disputaban con ferocidad los favores del famoso Tito Medina, consumieron heladas cervezas Polar con masitas de macho asado y hallaca en trozos, pellizcaron tetas gordas y tetas menudas, masacotearon nalgas enormes y nalgas normales, risotearon agradecidos por semejante domingo después del trabajo, regatearon con la matrona los precios más económicos  en cuestiones de putas, respiraron con naturalidad el vaho concentrado de semen, perfume barato y sudor de aquel sitio, escucharon en la victrola el lagrimeo de un bolero donde alguna perversa traicionaba a un buen hombre, pero se sintieron camioneros felices al subir las crujientes escaleras con sus putas bajo los brazos, y, a pesar de la tristeza del bolero, se encerraron dichosos en las habitaciones.

Recostado en el camastro y aún sin quitarse la ropa, quien unos años después sería mi padre comprendió que en ese bayú no contaría con la misma suerte del pervertido Tito Medina, ni con la suya propia en asuntos de cuarentonas, al comprobar que su puta, de pie, renegada y más firme que soldado en barraca, no hizo el mínimo intento por desnudarse. ¿A ti qué bicho te pica, mujer?, preguntó con sus brazos largos en el aire, sonrisa de experto y mareo de un par de cervezas, a una hermosa guajira de pelo larguísimo que pegaba su cuerpo a la pared en señal de rechazo a un negro alto. Yo nunca lo he hecho con uno de color, dijo ella y quien unos años después sería mi padre se levantó del camastro muy serio, caminó a la ventana, contempló una hilera de siete camiones, incluido el suyo, y, con calma de vendedor palmero, volvió a mirar a la muchacha. ¿Por qué no me lo dijiste allá abajo? Yo iba a irme con el más relambío de ustedes, pero se me adelantó Candelaria, dijo ella, colocando su mano en la boca para contenerse. Se llama Tito Medina, dijo mi padre sin quitarle la vista. Es raro, a Candelaria le encantan los de color, pero hoy le dio por ese; la guajira estaba a punto de las lágrimas, caminó despacio a la ventana, a mi padre, ¿no viste cómo me lo quitó?, le dijo. Plácido Sierra, para no sentirse victimario en aquella circunstancia, tomó la mano de la muchacha entre las suyas, como si le dijera, Está bien, si no te gustan los negros, no voy a obligarte, mujer, aunque haya pagado por ti y ahora te parezca un imbécil; más o menos eso iba a decirle a una puta muy joven, tal vez descarriada por culpa de los tiempos, casi con las palabras exactas, pero de repente sintieron un grito estremecedor.

Plácido Sierra fue el único camionero que salió vestido al pasillo del bayú; los demás, trastabillantes, incluidas sus putas asustadas, a duras penas se ponían alguna ropa, pero todos contemplaron, como si no pudieran creerlo, la mano derecha de la tal Candelaria blandiendo un cuchillo, mientras en la otra aferraba el sexo cortado de Tito Medina. Eso fue por mi hermana, cabrón, gritaba la mujer en la escalera, con mirada de loca irredenta, sangre en su cuerpo desnudo y sin que nadie se atreviera a acercarse. Se dio candela por tu culpa, desgraciao, gritaba. Algún día me las ibas a pagar, decía. Gracias virgencita de la Caridad del Cobre, gritaba.

Tito Medina, como si deseara explicar lo inexplicable, como si aún no pudiera creerlo, como si comprendiera que los demás comprobaban que él no era un guajiro tan mentiroso, como si exigiera la devolución inmediata de su sexo, a pesar de los coágulos chapaleteados en su arrastre de moribundo, logró llegar a un pasillo repleto de putas, de camioneros medio borrachos, incluido mi padre, y de una horrorizada matrona, que, a pesar de su vasta experiencia, no sabía cómo proceder ante un cuadro tan repulsivo.

Plácido Sierra, al llegar a esta parte del recuerdo, trataba de alejar el pensamiento del bayú y de la mala suerte de un Tito Medina sin sexo, para concentrar sus imágenes en algo más suave, y su mente iba con urgencia a la visita que hiciera aquel mismo domingo a Crescencia López, la hermosa viuda de un sindicalista, que siempre lo estaba esperando.