Choco revisitado
7/2/2019
La crítica de arte históricamente, y en general la de literatura, música y cine, se inclina por deslindar la obra de un creador, o una creadora, de su vida privada y pública. Son algo así como dos universos bien diferenciados que admiten matices de diverso tipo. Esto ha sido, durante años, especialmente en el siglo XX aunque algunos lo hayan extrapolado hacia épocas anteriores, una cuestión polémica, sobre todo desde que Jean Paul Sartre enfatizó en el compromiso de los escritores con su sociedad en épocas convulsas. Desde entonces, hace más de 60 años, la crítica oscila entre establecer dicha conexión o dejarla a un lado: algunas veces aflora con más intensidad que otras en dependencia de los contextos políticos donde se desarrolla.
La cultura contemporánea tiene sobrados ejemplos de crispaciones alrededor de este asunto. Por suerte no hay un acuerdo tácito, enraizado en verdades supremas o dogmas, sino más bien inclinaciones tendenciosas cuando el creador se torna centro de atención.
En Cuba, en varios períodos recientes de nuestra cultura, surge de vez en cuando esta vieja polémica como para no dormirnos de un lado o de otro y mantener viva la llama de la duda. En el caso de Choco, no asoma este rezago histórico, sino un natural consenso cada vez que apreciamos algunas de sus obras. No puedo dejar de observar sus grabados, sus dibujos o su pintura sin pensar en su persona: parece que el hombre que es Eduardo Roca Salazar es el pintor, dibujante, grabador y escultor que es Choco, algo así como una coherente expresión de humanidad y creación. Me resulta difícil separarlos: si no lo conociera quizás no le dedicaría tanto interés, pero afortunadamente su vida ha estado ligada a la de muchos de nosotros desde los años 60, cuando apenas estudiábamos en escuelas especializadas o universidades.
Los rostros de muchos de sus personajes dibujados, pintados, grabados, esculpidos, parecen ser su rostro. Entintados, aplastados por prensas, distendidos por pinceles, uno lo ve asomado por detrás y por delante con su candidez de siempre, su ternura. Ya Eliseo Diego había captado este agradable dilema a raíz de su primera exposición personal, desde una perspectiva literaria, por supuesto, como hicieron también en su tiempo Lezama Lima y Virgilio Piñera, con otros artistas cubanos.
En ninguna obra de Choco hay asomos de violencia, agresividad, disfunción, exasperación, cólera, pues hay que verlo dentro de ese cuerpo, especie de árbol africano, para darnos cuenta que de esa cabeza y esas manos gruesas no saldrá jamás algo que nos obligue a cambiar la vista o mirar de reojo, con sospecha, o hacer un esfuerzo máximo como he visto a tantos espectadores al enfrentarse a la obra de algunos grandes creadores cubanos y de otras culturas.
Su inclinación por la figuración fue clara desde el principio, aunque años más tarde la simplicidad de ciertos elementos lo arrastra hacia los bordes de la abstracción: esto representó una suerte de juego conceptual y formal en su obra, si bien el triunfo de la primera tendencia se mantiene aún en cualquier formato y técnica.
Vida y obra se mezclan, se funden, en esas cartulinas, lienzos, volúmenes, reproducidos en este libro y no hay manera, al menos para mí, de separarlas. Probablemente no sea lo mejor para el análisis crítico pero de eso no se trata ahora, sino de estimular y entusiasmar al público con la aparición de este volumen más que necesario para sentir de cerca —lo podemos palpar desde el punto de vista material— la relación entrañable, orgánica, entre vida y obra. Este ejemplar de 270 páginas (donde se pueden apreciar 152 obras bidimensionales y más de 30 esculturas: cifra que sobrepasa varias veces las obras mostradas en la exposición, más una extensa cronología y entrevista realizada especialmente para la ocasión) es un objeto querido, codiciado —como esos juguetes de peluche que los niños quieren abrazar y tener cerca todos los días de sus vidas—, gracias a la pasión puesta en él por críticos, escritores, editores, diseñadores, fotógrafos, que cedieron a las tentaciones emotivas e intelectuales que Choco provoca con tan solo tratarlo un rato, unas horas. Creo que las fotos personales aquí reproducidas, rodeado de compañeros de estudio, familiares, amigos, o trabajando en su taller, son tan seductoras como sus obras.
A través de tantas páginas podemos observar cómo Choco transita desde las aulas de la ENA hasta hoy con el mismo espíritu de atención, curiosidad y entrega; pero su obra, con evidente claridad, viaja desde la delicadeza y transparencia de sus primeros dibujos hasta la pastosidad matérica y densidad cromática de sus recientes pinturas y colografías. La transición se hace notar ante nuestros ojos sin dificultad alguna y es una de las cualidades mejor exaltadas en el libro.
Estamos ante un buen ejemplo de una trayectoria coherente y de esos cambios necesarios que la mayoría de los creadores experimenta a lo largo de sus vidas. Contiene también rupturas y experimentación, que en estos momentos se hallan con franqueza en vías de una mejor definición y que parecen abrir nuevos caminos para él, nada acomodado o dormido en cuanto a pensamiento, reflexión y manejo de instrumentos técnicos.
El soplo de la vida es el título de este libro coeditado por Collage Ediciones, del Fondo Cubano de Bienes Culturales y Arte Cubano Ediciones, del Consejo Nacional de las Artes Plásticas. Pocos títulos mejores que este, pues identifica a una de sus preciadas obras, ahora atenazada y emulada por otras que pueden admirarse en este mismo Museo Nacional de Bellas Artes. Y porque ese es el aliento y el soplo que Choco insufla a todo lo que ve, hace, medita o sueña. La muerte se retira de su ámbito íntimo, se repliega, huye por el fondo cuando él aparece en escena o se dobla sobre la mesa de trabajo a lidiar con tintas y materiales diversos, o se sienta a mirar con sus ojos sobresalientes (como si se los hubiera prestado Louis Armstrong) el lienzo en blanco que le espera. Todo es vida en Choco, y seguirá siéndolo.
Este libro es algo así como su segundo bautismo editorial, ya que en 2004 apareció un primer volumen modesto, pero igualmente cálido, de su obra, a partir del esfuerzo y el reclamo de la Editorial Letras Cubanas. Aquí participan varios críticos, escritores, intelectuales, poetas, fotógrafos y coordinadores, como si nadie quisiera perderse una tajada del pastel de chocolate que les espera. Es un volumen coral para una obra coral, un amigo coral.
Hagámosle las voces que él necesita, pues, para continuar vivo y coleando entre nosotros.