Beca de Creación Prometeo

Martha Luisa Hernández Cadenas
28/5/2020

Una ópera china

Martha Luisa Hernández Cadenas

 
Martha Luisa Hernández Cadenas | Martica Minipunto. (Guantánamo, 1991). Teatróloga, poeta y performer.
Ha publicado el poemario Días de hormigas (Ediciones Unión, 2018) Premio David de Poesía 2017, y Los vegueros (Colección Sureditores, 2019) Premio Bienal de Poesía de La Habana. Ganadora del Premio de ensayo La Selva Oscura por su investigación Notas de un simulador. La crítica teatral de Calvert Casey (1960-1965). Ganadora del Premio de Teatrología Rine Leal por su libro ESTA OBRA HABLA DE TI Y DE MÍ. Ensayos para (des)a(r)mar la experimentación escénica en Cuba (2012-2018).
Entre su obra reciente se encuentran los performances Nueve (2017), Extintos, aquí no vuelan mariposas (2018) y No soy unicornio (2019); las intervenciones La última ópera china (2018) y Las fundadoras (2019).
Es fundadora de la editorial independiente Ediciones sinsentido, dedicada a escrituras transgresoras y noveles. 

 

“¡Si hay crisis en nuestros teatros debemos reconocer que el Barrio Chino la ignora por completo!”.

Alejo Carpentier, Teatro Chino de La Habana

 

Wah-Man-Yat-Po

El periódico Wah–Man–Yat–Po publica una foto,

mi madre y yo no habíamos nacido en el año de la foto,

pero ambas tenemos memoria de la fotografía.

“solo podían entrar funcionarios, turistas, estudiantes y comerciantes”

Cláusulas fijadas a mi garganta,

decretos de un callejón con rostros sosegados,

apuntes de una cubanita nacida en China.

“tienen una Cámara de Comercio, un Casino y un Asilo–Hospital”

Los cuerpos tendidos en la calle,

los cuerpos ansían la salida del dragón,

los cuerpos sospechan que el teatro Sun-Yen desaparecerá.

El periódico Wah–Man–Yat–Po publica una foto,

los huesos de mi madre en el cementerio chino,

abrazan la memoria de la desaparición.

 

La casa es Shi Kong

Aprendí a transcribir en fonemas,

cada día de 1858

durante un amanecer de 1886.

En las plantaciones cañeras

aprendí la danza del león,

y mi cuerpo memorizó el vaivén.

En fonemas traduzco el sonido,

uso mi boca en el shang

y mi boca es usada por el órgano,

para que estas plantaciones

aprendan mi lengua,

memoricen mi danza,

transmito a la tierra

lo que soy.

El Shi Kong se inauguró en el azúcar.

En 1847, año de mi arribo

a la caja circular de cuatro clavijas,

año del advenimiento del fin,

apertura del gran teatro chino.

Puse mi boca en la caña,

mi saliva en la caña,

mi esclavitud en la producción,

el tigre y la música en la garganta.

El azúcar imita la fiesta primaveral,

sonoramente vibrátil

por las irreverencias del sol

sobre mi piel amarilla.

Me vocean en las plantaciones,

“¡Canta!, mujer amarilla”.

Aquella que toca el instrumento

y transmite a las raíces

el lenguaje teñido

de su exotismo,

la única mujer china

que fundó un teatro en la isla.

 

Un arco y un fotógrafo chino

Transcribo las canciones en cantonés,

camino y me detengo ante el arco.

¿Cuántas veces me he detenido sobre mis pasos?

¿Cuántas veces me he mirado en el arco,

y me he preguntado sobre el final?

¿Cuántos pasos?

¿Un mismo arco?

¿Chinerías de porcelana?

¿Biombos?

¿Tigres metálicos?

¿Tapiz volante?

En el último piso vivía el fotógrafo chino,

era el fotógrafo de El Águila de Oro.

¿Fotos suyas en el periódico Wah–Man–Yat–Po?

¿Fotos pagadas a un peso?

¿Fotos cantonesas?

¿Fotos nacionales?

¿Fotos operáticas?

Al bajar las escaleras,

dolieron mis pies,

hoy vivo mis primeros noventa y dos años.

¿Podrá el arco recordar mi mirada?

¿Recordará el sabor del “chino con piojos”?

¿El arco recuerda al teatro?

¿El teatro recuerda la entrada?

¿La entrada recuerda el sabor de Zanja y Rayo?

¿El sabor recuerda a la ópera china?

¿La ópera china recuerda al fotógrafo?

¿El fotógrafo recuerda mis noventa y dos años?

¿Chinos culíes?

¿Chinos libres de California?

Recuerdo el primer trazo

en el Colegio Chung Wah,

recuerdo vivir nueve años.

Subíamos al último piso,

y tocábamos la puerta del fotógrafo.

Comprábamos el periódico,

reíamos con nuestras fotos,

reíamos bajo el arco.

 

El Águila de Oro habla cantonés

Mi alma habla cantonés,

ojos,

manos,

boca,

codos,

axilas,

barbillas,

dedos del pie,

hablan cantonés,

susurran cantonés,

murmuran cantonés.

―A la entrada solo chinos,

familias de chinos,

hermanos de chinos,

hijos de chinos―.

―A la entrada solo chinos―,

que el alma y el habla de los chinos,

sean atesoradas por este umbral.

Manos y rodillas chinas,

sonrisas y silencios chinos.

Soy una niña de nueve años,

y en solo unos meses

aprendí doce canciones,

doce canciones en cantonés,

y mis párpados,

y mis labios,

que quedaron en El Águila de Oro,

cantan,

cien años atrás,

cien años adelante,

cantan,

cien generaciones de chinos,

cien ancestros de chinos,

lloran,

la tripulación

llora,

el único consuelo:

“Que esta niña de nueve años

cante las canciones”.

Lengua y habla sanan,

cien generaciones,

savia,

blanco,

cera,

seda.

A la entrada del teatro,

solo chinos,

hijos de chinos,

nietos de chinos.

La ópera es para ellos,

los sobrevivientes.

 

La cantante de ópera china

Y cuando olvidó hablar,

su lenguaje era la partitura.

Y cuando olvidó caminar,

se desplazaba en un caballo.

Y cuando ya no supo reír,

tarareaba.

Lo que el cuerpo sabe permanece latente.

No abandona al cuerpo,

lo que el cuerpo ha vivido desde antes de ser.

Recuerdos de plantaciones,

los muertos en la tripulación,

océanos Índico y Atlántico.

Y cuando no reconoció a su hijo,

llamó a su padre,

los huesos de su padre en lo natal,

la tierra que visitó imaginariamente.

En el cuartico de Centro Habana,

paredes que resguardaban

a la más importante sociedad china,

así palpó los restos de su abuelo en la piedra.

Y cuando no soportó las telas,

sus manos pulsaban una lanza imaginaria,

sujetándose al dragón.

Y cuando sus pies no toleraban calzar zapato,

llevaba botas finas y puntiagudas,

y con pasos rigurosos atravesaba el escenario,

se ocultaba detrás de los telones,

buscaba la luz,

la Plaza del Vapor,

la pelota roja.

Y cuando todo olvidó,

o sus nietos asumían que había olvidado,

ella actuaba en la ópera china,

latente en

ojos,

manos,

boca,

codos,

axilas,

barbillas,

dedos del pie.

Y cuando el pellejo se endurecía,

abrazaba a la hermana,

esa hermana que era un príncipe en escena.

Y cuando las córneas azulosas se cerraron,

abrió los ojos en el precipicio,

maquillándose en las penumbras del callejón.

Y cuando celebraron su muerte,

más allá de la razón y el espíritu,

la cantante olvidó lo desvaído

para vivir otra vez en la ópera china.