ALICIA, en este adiós

Miguel Cabrera
18/10/2019
Foto: Gabriel Dávalos
 

En el principio fue una natural e irrefrenable vocación por el baile, un desconocido impulso que la hacía usar el movimiento para expresar sus primeras vivencias, ataviada con vestuarios de fantasía, que se construía con telas, toallas y piezas del ropero materno, para hacer sus primeras “actuaciones”, que tuvieron como escenario las tertulias hogareñas.

Ya en 1929, con solo nueve años de edad, un viaje a Jerez de la Frontera encausaría ese impulso natural bajo la guía de Mari Emilia, una bailarina andaluza devenida profesora, quien le daría las primeras lecciones de un baile reglamentado, que le permitieron ejecutar malagueñas y sevillanas, danzas con las que complacería las peticiones hechas por don Elizardo, el nostálgico abuelo santanderino, poco antes de partir ella hacia España.

Dos años después, la Escuela de Ballet de la Sociedad Pro-Arte Musical de La Habana sería el sendero escogido por la familia para fortalecer su frágil salud, institución en la que el ruso Nikolai Yavorski descubriría los primeros destellos del talento que bullía en ella, desde el debut en el Gran Vals de La bella durmiente, el 29 de diciembre de 1931, y en los posteriores éxitos en Coppelia (1935), junto al joven Alberto Alonso, y en El lago de los cisnes (1937), donde tuvo como partenaire a Robert Belsky, un bailarín del célebre Ballet Ruso de Montecarlo, quien, para esa ocasión, utilizó el seudónimo de Emile Laurens. Al ver su desempeño como Odette-Odile, un crítico de la época echó “campanas al vuelo”, que anunciaban su impostergable paso al profesionalismo, el vuelo hacia nuevas alturas, órbita que tuvo punto de partida en las comedias musicales de Broadway y continuidad en el American Ballet Caravan (hoy New York City Ballet) y en el Ballet Theatre, compañía de la que fue fundadora y en la que alcanzó el estrellato mundial.

Pero sus triunfos no fueron golpes del azar, sino el resultado de una férrea voluntad decidida a forjarse ella misma bajo el rigor que le inculcaron el italiano Enrico Zanfreta, los eminentes profesores de la School of American Ballet: Balanchine, Vilzak, Oboukov, Craske y, muy especialmente, Alexandra Fedorova, los cuales le aportaron los basamentos del legado romántico-clásico decimonónico.

Alicia en Carmen. Foto: Sello ICAIC
 

Cuando, el 2 de noviembre de 1943, hizo su memorable debut en Giselle, llegaba vencedora de un duro combate contra la adversidad, que dañó sus ojos para siempre, pero templó su carácter para no detener la ruta que se había trazado. Con esa victoria no solamente se situó como estrella individual, sino que colocó a su patria en el mapa mundial del ballet y probó el talento que tenían las latinoamericanas para triunfar en roles hasta ese momento solo reservados para bailarinas eslavas o anglosajonas.

Los éxitos mundiales que cosechó a partir de entonces no la apartaron de sus raíces, ni de la misión que estaba destinada a cumplir: sembrar para siempre en su patria la semilla de un arte grandioso. Por ello fue la más decidida colaboradora en la tarea de desarrollar una coreografía cubana durante toda la década del 40 del siglo XX, y la protagonista de Dioné (1940), con coreografía del búlgaro George Milenoff y música de Eduardo Sánchez de Fuentes, el primer ballet clásico con apoyo sonoro de un compositor cubano; y de Antes del alba (1947) que, con coreografía de Alberto Alonso, música de Hilario González y diseños de Carlos Enríquez, mostró por vez primera en la escena de nuestro ballet las problemáticas sociales de la Cuba de entonces. En un paso aún más audaz, fue la figura decisiva en la fundación del hoy Ballet Nacional de Cuba, el 28 de octubre de 1948, primera compañía profesional de ese género artístico en nuestro país.

De entonces a acá, la historia de Alicia Alonso es sumamente conocida. Ella ha sido y es una realidad y un mito que nos pertenece a todos los cubanos, no solamente por su desempeño como bailarina, coreógrafa, maestra y directora durante más de ocho décadas, sino por ser símbolo de lo más alto de nuestra cultura y embajadora de ella en 65 países de los cinco continentes. Una cubana universal que no cambió la flor de la mariposa por exóticos tulipanes, ni la marisma de su Malecón habanero por nieves foráneas. En los últimos momentos de su vida, desafiando las heridas del paso del tiempo, su mente no claudicó en los principios éticos que guiaron su vida profesional y ciudadana. Cuando se le recordaban los 134 títulos de los ballets que interpretó como bailarina, sus 64 años de permanencia sobre los escenarios, los 225 galardones nacionales y las 266 distinciones de carácter artístico, social y político con que la han distinguido en las cuatro esquinas del mundo, acostumbraba bajar la cabeza con humildad y esbozarnos, solamente, una sonrisa.

Foto: Granma
 

En esta hora de especiales homenajes por su partida física, podremos verla aparecer sobre el escenario escoltada por Giselle, la aldeana-wili, las princesas Odette, Aurora, Hermilia y Florina; la maléfica Odile, por Julieta y la ninfa Elora, la maja Kitri y el Hada Garapiñada, la novia mexicana de Billy the Kid y Madame Taglioni, las atormentadas Carolina, Ate y Lizzie Bordem, la gitana Zemphira, las pícaras Lisette y Swanilda, la incestuosa Yocasta, la abandonada Dido o la Carmen libérrima y sensual, entre los muchos que integraron su increíble galería de personajes. Así nos quedará para siempre, entre la realidad y el mito.

 
(Historiador del Ballet Nacional de Cuba. Especial para La Jiribilla)