Ágora *

Omar Valiño
4/2/2016

Hoy recuerdo las varias veces que Carlos Celdrán me ha contado su fructífero encuentro con Roberto Blanco en una Venezuela de hace tanto. Quizá porque mañana el gran director cumpliría 80 años. Seguro porque descubro en ambos, a pesar de estilos tan opuestos, la misma vocación de presentarnos un teatro que es cubano porque nos refracta a la altura de nuestras complejidades y nos hace el honor de desafiar sensibilidades e inteligencias alejándose de toda pretensión cubiche.

Ante ciertas corrientes de las artes —viejas, malolientes y reaparecidas— esto engrandece a Roberto, como a Vicente Revuelta y a Flora Lauten, quienes dejaron su huella en Carlos. Importa menos si tomó de uno u otro esto o aquello, porque Celdrán se ha hecho Celdrán y refulge en él la profunda continuidad de una tradición donde encarna el teatro como arte, con riqueza de pensamiento, a resultas del dominio de un oficio duro, arriesgado y peleador, atravesado por una voluntad de indagación social.

Tales características podían adivinarse, amalgamadas, desde sus primeros espectáculos. He tenido el privilegio, supongo que generacional, de acompañar, palmo a palmo, como espectador especializado, el itinerario de Carlos Celdrán. Desde El rey de los animales en una terraza del hotel Rancho Luna en 1988, después Safo y luego la primera versión de Roberto Zucco en el vientre del Buendía, el grupo de su formación con el cual firmó estas primeras puestas en escena.

Más tarde La triada en el Terry durante el periodo fundacional de Argos Teatro y Baal, de nuevo en el sótano del Buendía, para saltar al Noveno Piso del Teatro Nacional de Cuba y, desde entonces, hilvanar una impresionante cadena de grandes firmas del teatro universal y contemporáneo: Brecht, Calderón, Strindberg, Koltés, Azama, Ibsen, hasta llegar a Abel González Melo y luego refugiarse con Chamaco en la salita de Ayestarán y 20 de Mayo.

El pequeño espacio concentró sus búsquedas en una micropoética que exprimió códigos y lenguajes. La escenografía se constituyó en artefacto, el paisaje temático buscó una documentación de la realidad, la iluminación extrañó la secuencia de acontecimientos; actrices y actores nos hicieron partícipes de una vívida experiencia. Solo en apariencia realista, se trata, en verdad, de una negociación con lo real y con la realidad, que no es lo mismo. Presenta, en definitiva, una sólida apuesta conceptual de amplia capacidad dialógica con el público, cuyos pliegues más profundos no están a la vista y retan a cada espectador.

Siempre acunado por la fiesta de sentidos que es el teatro, recuerdo a un actor que se convertía en un robot humano bajo los árboles de La Macagua y una larga tarde fría en la Cartoucherie con el Téatre du Soleil de Arianne Mnouchkine, o una noche invernal en Bouffes du Nord con Peter Brook, u otra noche blanca en Holstebro con el Odin Teatret de Eugenio Barba y otras sin oxígeno en la altura de La Candelaria, de Santiago García y Patricia Ariza… Así guardo también muchas noches en el Noveno Piso o en los incómodos asientos de Ayestarán y 20 de Mayo.

Al frente de su nave teatral Argos, que ahora cumple dos décadas de sistemática y rigurosa labor, y parte indisoluble de este premio, Carlos Celdrán ha fundado y mantenido un ágora viva, un espacio para el ejercicio político y cívico desde su sólida cota intelectual. Con total conciencia ciudadana y sabiendo siempre, como aseveró Brecht, que el arte tiene primero que ser arte para después ser todo lo demás.

Al centro del ágora —entre Manolo, José Luis, Alain, Verónica, Waldo, Yuliet, Yailín, Chuchi, antes Zulema, Alexis o Alexander, y ahora de nuevo Caleb o Rachel, siempre Pancho― está un Celdrán translúcido para iluminar con sus ideas a la tierra que produce la caña de azúcar. 

Me asomo al caleidoscopio del recuerdo y recupero, nítidos, una luz que filtra el tiempo, la energía asible que vomita el cuerpo de una actriz, la acción de un actor que parece derretirse contra un muro u otro que se recuesta al paredón, la arquitectura de un artefacto escenográfico y el estremecimiento de un público. No preciso acudir a libros ni bibliografías. Otra vez me digo que no es cierto el carácter efímero del arte de la escena porque quema con fuego la memoria. Gracias, Carlos, por entregarnos tu teatro en La Habana.

 

*Leído en el acto de entrega del Premio Nacional de Teatro 2016 a Carlos Celdrán, en el Teatro Trianón de La Habana, el 22 de enero de 2016.