A & P

John Updike
16/2/2017

Entran esas tres chicas con nada más que el bañador puesto.

Yo estoy en la tercera caja, de espaldas a la puerta, de modo que no las veo hasta que están junto al pan. La que primero me llamó la atención fue la del bikini verde a cuadros. Era una chica rolliza, muy morena y con un culo grande y encantador, con esas dos lunas crecientes blancas justo debajo, como si el sol nunca le hubiera dado ahí, en lo alto de las piernas. Yo me quedé parado con un paquete de galletas HiHo en la mano, tratando de recordar si lo había marcado o no. Vuelvo amarcarlo y la clienta empieza a joderme la vida. Es una de esas vigilantes-de-cajas-registradoras, una bruja cincuentona con carmín en los pómulos y sin cejas, y sé que le ha alegrado el día cogerme en una falta. Lleva cincuenta años vigilando cajas registradoras y seguramente no ha visto una equivocación en su vida.

Para cuando conseguí calmarla y meter su compra en una bolsa —me suelta un pequeño resoplido al pasar; de haber nacido en el momento adecuado la habrían quemado en Salem—, para cuando logré que siguiera su camino, las chicas ya habían rodeado el pan y regresaban, sin carrito, en dirección a mi caja a lo largo de los mostradores, por el pasillo que hay entre las cajas registradoras y los cubos Special. Ni siquiera se habían puesto los zapatos. Allí estaba la rolliza del bikini verde chillón, con las costuras del sostén aun sin doblar; además, tenía la barriga bastante pálida, así que deduje que se lo acababa de comprar. Tenía la típica cara de bollo, mofletuda, y los labios apelotonados bajo la nariz; también estaba la chica alta de pelo negro, que no le había quedado totalmente rizado, con la típica quemadura de sol justo debajo de los ojos, la barbilla demasiado larga —ya saben, el tipo de chica que las otras juzgan muy interesante y atractiva pero que no termina de serlo del todo, y las amigas lo saben y precisamente por eso les gusta—; y la tercera, que no era tan alta. Ella era la reina. En cierto modo conducía a las otras dos, que echaban miraditas alrededor y se encorvaban. Ella no miraba alrededor, la reina no, se limitaba a andar en línea recta y despacio sobre esas piernas largas y blancas de prima donna. Se dejaba caer con una cierta brusquedad sobre los talones, como si no caminase a menudo descalza; los apoyaba en el suelo y luego desplazaba el peso hasta la punta de los dedos como si estuviese tanteando el suelo a cada paso, dándole deliberadamente a este movimiento un toque excesivo. Uno nunca sabe con certeza cómo funciona la cabeza de las mujeres (¿crees de verdad que lo que hay dentro es una mente o es sólo un leve zumbido de abeja en un tarro de cristal?), pero sabes que ella ha convencido a las otras dos para que entren aquí con ella y ahora les estaba demostrando cómo se camina lentamente y con el cuerpo erguido.

Tenía un bañador de un color rosa sucio —beige quizá, no lo sé— adornado por todos lados de bultitos y, lo que más me llamó la atención, con los tirantes caídos. Se le habían salido de los hombros y le colgaban alrededor de los brazos, y supongo que por esa razón el bañador se le había bajado un poco, por lo que entorno a la parte de arriba de la tela se veía un cerco brillante. De no ser porque estaba allí jamás habrías podido saber que existiera nada más blanco que aquellos hombros. Con los tirantes caídos, ella era todo lo que existía entre la parte superior del bañador y la punta de su cabeza; en ese nítido plano desnudo entre loshombros y el nacimiento de su pecho, como una lámina de metal inclinada bajo laluz. Era algo más que hermoso. Tenía el cabello del color del roble, aclarado por el sol y la sal y recogido en un moño medio deshecho, y la cara un poco maquillada. Si entras en el A & P[1] con los tirantes bajados, supongo que es la única cara que puedes llevar. Sostenía lacabeza tan alta sobre el cuello, alzándose desde esos hombros tan blancos, que parecía un poco estirada, pero no me importó. Cuanto más largo tuviese el cuello, más de ella podía tener. Tuvo que verme por el rabillo del ojo, y a Stokesie mirándola por encima de mi hombro desde la segunda caja, pero no se giró. No esta reina. Siguió recorriendo las estanterías con la mirada, y se detuvo, y se volvió tan lentamente que el delantal me hizo sentir un cosquilleo en el estómago, y se fue hacia las otras dos que parecieron acurrucarse en torno a ella en busca de apoyo, y juntas se aventuraron por el pasillo de comida para perros y gatos desayunos cereales macarrones arroces pasas condimentos pastas espaguetisrefrescos galletas y aperitivos. Desde la tercera caja no les quité la vista a lo largode todo el pasillo hasta el mostrador de la carne. La gorda del bronceado manoseaba las galletas, pero se lo pensó mejor y volvió a dejar el paquete.

Los borregos que empujaban sus carritos por el pasillo —las chicas caminaban en contra del tráfico habitual (no es que tengamos señales de dirección única ni nada parecido)— eran bastante cómicos. Los veías dar una sacudida, pegar un brinco ohipar cuando reparaban en los hombros blancos de la reina, pero volvían a clavar rápidamente la mirada en sus carros y seguían empujando. Apuesto a que podrías volar con dinamita un A&P y la gente seguiría alargando el brazo, tachando los copos de avena de sus listas y murmurando: "Veamos, había una tercera cosa, empezaba por E, espárragos, no, ¡ah, ya, endivias!”, o cualquier otra cosa por el estilo. No cabía duda: esto sí las hacía sacudirse. Algunas de esas esclavas domésticas con rulos hasta volvieron la vista cuando ya habían pasado empujando sus carritos para asegurarse de que era verdad lo que habían visto.

Ya sabes, una cosa es una chica en bañador en la playa, donde de todas formas con tanto sol no se puede mirar mucho a la gente, y otra en el frío del A&P, bajo los tubos fluorescentes y contra todos esos paquetes amontonados, deslizando sus pies descalzos por la superficie de ajedrez crema y verde de nuestro suelo de baldosas.

—¡Oh Papi! —dijo Stokesie a mi lado—. Me voy a desmayar.

—¡Ay, querido! —dije yo—. Agárrame fuerte.

Stokesie está casado y ya tiene dos criaturas en su tropa, pero que yo sepa ésa es la única diferencia. Él tiene veintidós años y yo cumplí diecinueve en abril.

—¿Está ya?—pregunta él, el responsable señor casado tratando de encontrarse la voz. Se me ha olvidado decir que él cree que un día llegará a gerente del supermercado, quizás en 1990, cuando se llame Gran Compañía de Té Alexandrov y Petruschki o algo por el estilo.

A lo que él se refería es que nuestro pueblo está a ocho kilómetros de la playa máscercana —hay una gran colonia veraniega en el Point—, pero nosotros estamos en pleno centro, y las mujeres se ponen una camisa o unos zapatos o algo antes de salir del coche. Y de todas maneras por lo general son mujeres con seis hijos y las piernas surcadas de varices y a nadie, ni a ellas mismas, les importa lo más mínimo. Lo que quiero decir es que estamos en pleno centro del pueblo, y si tepones en la puerta de la calle se ven dos bancos, una iglesia congregacional, el quiosco, tres inmobiliarias y unos veintisiete viejos parásitos levantando la calle Mayor porque se han vuelto a romper las alcantarillas. No es lo mismo que si estuviéramos en el Cabo; estamos al norte de Boston y en este pueblo hay gente que no ha visto el mar desde hace veinte años.

Las chicas habían llegado al mostrador de la carne y le estaban pidiendo algo a McMahon. Él señaló una cosa, ellas señalaron otra cosa y desaparecieron de la vista tras una pirámide de melocotones Diet Delight. Lo único que podíamos ver era al viejo McMahon tocándose la boca y tratando de calibrar sus ancas. Pobres chicas; yo empecé a tenerles lástima, no podían evitarlo.

Aquí viene la parte triste de la historia, al menos mi familia dice que es triste, pero yo personalmente no creo que lo sea tanto. Los grandes almacenes estaban bastante vacíos porque era un jueves por la tarde, de modo que no había gran cosa que hacer aparte de apoyarse en la caja registradora y esperar a que volvieran a aparecer las chicas. Todo el establecimiento era como un flíper, y yo no sabía de qué túnel saldrían. Al cabo de un rato salieron del pasillo del fondo rodeando las bombillas, los discos con descuento de los Caribbean Six o alguna otra porquería en la que te asombra que se gaste la pasta la gente, paquetes deseis tarros de bombones y juguetes de plástico envueltos en celofán que de todas formas se caen a pedazos en cuanto un niño los mira. Por allá vienen, la reina todavía abriendo la marcha con un pequeño tarro gris en las manos. Están cerradas de la caja tres a la siete, y la veo titubear entre Stokes y yo, pero Stokesie, con su habitual suerte, atrae a un tipo con bombachos grises que viene dando tumbos con cuatro botes gigantes de zumo de piña (¿qué harán estos vagabundos con tanto zumo de piña?, me he preguntado más de una vez), así que las chicas se dirigen hacia mí. La reina deja el tarro y yo lo cojo entre mis dedos helados. Arenques a la vinagreta Kingfish: 49 centavos. Ahora tiene las manos vacías, ni un anillo ni una pulsera, desnudas como Dios las hizo, y yo me pregunto de dónde sale el dinero. Todavía con la carita esa tan suya se saca un billete doblado de un dólar del hueco del centro de la parte superior de aquel bikini rosa adornado de bultitos. Siento que el tarro me hunde la mano como plomo. Pensándolo bien, ¡qué gesto tan encantador!

De pronto la suerte de todos empieza a agotarse. Llega Lengel de regatear con un camión lleno de berzas en el aparcamiento de descarga, y está a punto de atravesar esa puerta con el cartel de GERENTE tras la que se esconde todo el día, cuando le echa la vista encima a las chicas. Lengel es bastante aburrido, da catequesis los domingos y todo eso, pero no se le escapa ni una. Se acerca y les dice:

—Chicas, esto no es la playa.

Reina se pone colorada, aunque quizá no sea más que un brochazo de moreno en el que aún no me había fijado y en el que reparo ahora que la tengo tan cerca.

—Mi madre me ha dicho que le compre un tarro de arenques para el aperitivo.

Su voz casi me sobresaltó, como pasa con las voces cuando ves primero a las personas, por lo monótona y tonta, aunque tenía, al mismo tiempo, un tonillo en la forma de pasar de "compre" a "aperitivo". De repente me deslicé por su voz hasta su sala de estar. Su padre y los otros hombres estaban allí de pie con americanas color crema y pajarita, y las mujeres iban con sandalias y pinchaban con palillos los aperitivos de arenque que estaban en un plato grande de cristal; todos sostenían en la mano bebidas del color del agua, con aceitunas y ramitas de menta dentro. Cuando mis padres tienen invitados les dan limonada y si es una cosa muy importante Schlitz en vasos altos con la frase "Satisface siempre" grabadas en el cristal.

—Me parece muy bien —dijo Lengel—. Pero esto no es la playa.

Me hizo gracia que lo repitiera, como si se le acabara de ocurrir y hubiera estado pensando todos estos años que el A & P era una duna inmensa y que él era el jefe de los socorristas. No le gustó que me riera —como digo, hay cosas que no comprende—, pero se concentró en echarle a las chicas esa triste mirada suya de catequista dominical.

El rubor de la reina no tiene ya nada que ver con el bronceado, y la gorda del bikini a cuadros, que a mí me gustaba más por detrás —un primor de culo—, levanta la voz:

—No estábamos de compras. Sólo hemos entrado a coger una cosa.

—Es igual, señorita —le dice Lengel, y vi por su forma de mirar que no se había dado cuenta de que ella antes iba en bikini—. Queremos que vayan vestidas decentemente para entrar aquí.

—Somos decentes— replica de pronto la reina, sacando el labio inferior y enfadándose al recordar de dónde viene, un lugar desde el cual la gente que maneja el A&P debe de parecer bastante horrible.

—No quiero discutir con ustedes, chicas. En adelante vengan con los hombros cubiertos. Son las normas.

Lengel se da media vuelta. Esas son las normas para usted. Normas es lo que quiere la gente importante. Lo que los demás queremos es delincuencia juvenil. Todo el tiempo habían ido llegando clientes con carros pero, como puedes imaginarte, los borregos, al ver la escena, se habían amontonado frente a Stokesie, quien abrió una bolsa de papel con tanta delicadeza como si pelara un melocotón, sin querer perderse una sílaba. Yo notaba en el silencio que todo el mundo se estaba poniendo nervioso, sobre todo Lengel, quien me preguntó: "¿Has marcado su compra, Sammy?"

Me quedé pensando y le respondí que no, pero no era eso en lo que pensaba. Empiezo a darle a las teclas, 4, 9, ALIM, TOT; es más complicado de lo que parece y, cuando lo haces a menudo, empieza a sonar una cancioncilla y lo oyes con letra y todo, en mi caso “Hola (bing) a todos (gong), ¿qué tal? (splat)”; el splat es el cajón al abrirse. Estiro el billete, con delicadeza como se pueden imaginar, pues acaba de salir de entre las dos bolas de vainilla más suaves que hubiera podido imaginar jamás, y le dejo un penique y medio en la estrecha palma rosa, le acomodo el arenque en una bolsa, la pliego por arriba y se la doy, sin dejar de pensar.

Las chicas, y lo comprendo perfectamente, tienen prisa por largarse, de modo que digo a Lengel: Yo renuncio. (Lo digo lo bastante rápido para que ellas me oigan y me miren a mí, su insospechado héroe). Ellas van derecho a la salida, pasan por la célula fotoeléctrica; la puerta se abre de golpe y cruzan volando el aparcamiento para coger su coche. Reina, Cuadritos y Larguirucha (y no es que no tuviese materia prima, no estaba nada mal), dejándome con Lengel y su ceñudo entrecejo.

—¿Has dicho algo, Sammy?

—He dicho que renuncio.

—Eso me ha parecido oír.

—No tenía usted por qué avergonzarlas de ese modo.

—Eran ellas las que estaban avergonzándonos.

Empecé a decir algo que salió como "Tonteras". Esta es una muletilla de mi abuela, y sé que se habría sentido orgullosa.

—No creo que sepas lo que estás diciendo— dijo Lengel.

—Sé que no lo cree— dije— pero yo sí lo creo. Tiré del lazo de detrás de mi delantal y empecé a quitármelo por los hombros. Un par de clientes que se habían acercado a mi caja chocaron entre sí, como cerdos asustados en un tobogán. Lengel suspira y se vuelve muy paciente, viejo y gris. Hace años que es amigo de mis padres.

—Sammy, no quieres hacer esto a tus padres— me dice.

Es cierto, no quiero. Pero creo que una vez que empiezas un gesto es fatal no llevarlo hasta el final. Doblo el delantal —lleva mi nombre, “Sammy”, bordado con hilo rojo en el bolsillo—, lo dejo sobre el mostrador y tiro la pajarita encima. La pajarita es de ellos, por si se lo han preguntado.

—Lo lamentarás el resto de tu vida— dice Lengel, y sé que eso también es cierto. Pero cuando me acuerdo de cómo le sacó los colores a esa muchacha tan guapa se me revuelven las tripas y le pego un puñetazo a la tecla "Abrir", la máquina da un zumbido —“splat”— y se abre el cajón. Es una suerte que esta escena se produzca en verano: puedo salir inmediatamente después de esto sin preocuparme de más; no tengo que ir a coger el abrigo ni los chanclos. Me limito a cruzar despacio la célula fotoeléctrica con la camisa blanca que mi madre me planchó anoche, la puerta se abre sola y fuera el sol patina sobre el asfalto.

Busqué a mis chicas con la mirada, pero habían desaparecido. No había nadie aparte de un matrimonio joven gritando a sus hijos por una chocolatina, junto a la puerta de una ranchera Falcon. Al volver la vista hacia los grandes escaparates, sobre las bolsas de musgo y el mobiliario para jardín expuesto en el pavimento, alcancé a ver a Lengel en mi puesto en la caja, cobrando a los borregos que desfilaban ante él. Tenía la cara gris y la espalda rígida, como si le acabaran de inyectar hierro, y se me encogió el estómago al comprender lo hostil que iba a ser el mundo para mí en el futuro.

[1]Atlantic&Pacific. Cadena de supermercados de los EUA. (N. del E.)

 

(Tomado de Richard Ford, Antología del cuento norteamericano. Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2002. Traducción de Aurora Echevarría).
John Updike (Pensilvania, 1932- Massachusetts, 2009) fue célebre, sobre todo, por ser el autor de la serie de novelas que tienen como personaje central a Harry “Conejo” Angstrom, prototipo del “blanco protestante de clase media de un pequeño pueblo norteamericano”, según palabras del propio autor. De la serie, las obras más reconocidas fueron Conejo es rico y Conejo en paz, que le valieron el Premio Pulitzer en las ediciones de 1982 y 1991, respectivamente.
Fundamentalmente conocido como novelista (llegó a publicar veintidós títulos de este género), Updike fue, además, un cuentista de gran solvencia narrativa —siempre en la tendencia realista costumbrista—, un poeta menor y un ocasional cronista deportivo que, no obstante, dejó huellas: el ensayo Los Fans de BidKidAdieu, aparecido en The New Yorker en 1960, narra el último partido de Ted Williams, recordado pelotero de la nómina de los Medias Rojas de Boston, y aún hoy se tiene como un paradigma de crónica deportiva.
Todo lo que rodea a la clase media rural de EUA fue de su interés: conflictos existenciales, relaciones interfamiliares, posiciones políticas ante hechos dramáticamente claves —como la Guerra de Viet Nam—, el afán por ascender a toda costa en la escala social, la falsa moralidad puritana, el racismo, el sinsentido de la cotidianeidad… Updike veía al supermercado como un reflejo exacto de la sociedad, un microcosmos de seres anodinos y absurdas leyes donde el dinero es la medida de todas las cosas.  A&P, es un ejemplo de esto. (AF)