A Cuba no hay que inventarla

Ricardo Riverón Rojas
21/4/2017

En toda Cuba podemos hallar a Cuba, pero con mayor fuerza, hoy, se localiza en Santiago. Digo la Cuba soñada: la que aspiramos a acrisolar con todo el esplendor que merece. Es Santiago de Cuba, asómbrate, viajero.

El calor y la hospitalidad son lugares comunes cuando de Santiago se habla, pero ahí están ambos, no son leyenda; y nos convocan desde la Plaza de Marte y el parque Céspedes para que nos bañemos de humanidad y alegría; desde las calles Enramadas y Heredia, para que entablemos un diálogo perpetuo con fachadas y lumínicos; desde sus funcionales instituciones y alegres músicos callejeros, para que nos contagiemos con un coro lezamiano, dulcemente paradójico: “Mamá, las lágrimas se me salen; / mamá, quiero llorar y no puedo”.


Clausura de la Feria en Santiago de Cuba. Fotos: Rafael Solís

Entre los días 14 y 16 de abril pasados participé en las actividades por el cierre de la feria del libro del presente año. Descubrí a Santiago de Cuba, no porque fuera mi primera visita, sino porque solo entonces la ciudad me trasfundió su alma. La feria, con todo y la grandeza que involucra, esta vez perdió protagonismo ante mis ojos, porque la mayor rentabilidad que obtuve se deriva de la posibilidad de una Cuba socialista, revolucionaria, humana y culta, entrevista claramente en aquellos espacios. Soy apologético a conciencia: si la resurrección de Santiago fue posible en tan corto tiempo, tras la debacle del huracán Sandy, a Cuba no tenemos que inventarla con experimentos, solo hacen falta, entre costa y costa, líderes que nos enseñen a trabajar con energía, conciencia y creatividad. Eso lo tienen los santiagueros, no os asombréis de nada.

No acostumbro a sumirme en elogios a políticos y políticas; más bien me erijo cuestionador de los matices que los obligan a obviar los detalles en pos de un todo. Pero Santiago de Cuba es punto y aparte: tiene dirigentes que la han hecho destellante y funcional, porque aprendieron a mirar con lupa los rincones y las aparentes nimiedades.

La recién concluida Feria Internacional del Libro, iniciada en La Habana y expandida a lo largo de la Isla durante dos meses, resume la apuesta del país por un proyecto revolucionario aupado por una cultura profunda que impida olvidar la historia. Cada año, en Santiago, tiene su cierre el evento, y este no fue distinto, con sus paneles, espectáculos, coloquios y presentaciones de libros. Pero a mí me condujo a otras lecturas, pues sin que lo sospechara, la invitación para asistir a esa apoteosis, más que a extasiarme en la delectación de los intercambios inteligentes (que también disfruté) me condujo al avistamiento de una utopía posible, tejida con todas las manos de un pueblo.

No obstante, dejo constancia de excelencias: el coloquio dedicado a Armando Hart, la magistral conferencia donde Yamil Díaz nos leyó la biografía de Martí con los Versos Sencillos como si fueran páginas de su diario, las palabras con que el poeta Reynaldo García Blanco nos reafirmó las virtudes de la lectura, se sumaron a los deliciosos recorridos en compañía de personalidades de la ciudad. Esas intensas caminatas extirparon de mi sangre —ojalá que para siempre— el escepticismo y las preocupaciones adonde nos han llevado las pérdidas de algunos valores, el pragmatismo subyacente en determinadas pautas economicistas, la fuga de la fe. La posibilidad de la excelencia sin necesidad de que el Estado deje de ser el gran mecenas, la inapagable bujía, resulta más que alentadora.

Bajando por Enramadas la noche del 16, en compañía del ministro de Cultura Abel Prieto y el grupo de intelectuales convocados para la ocasión, pudimos comprobar que la noche santiaguera, con su magia mixta, transcurre de espaldas al tiempo. En una de sus tantas paredes, primorosamente incrustados, pude leer aquellos versos con que Waldo Leyva, en 1974, profetizó: “si hay alguna ventana / que no se haya abierto nunca a las guitarras / si no encuentras ninguna puerta abierta / puedes decir entonces que Santiago no existe”. Todas las puertas estaban abiertas, todas las guitarras (y tambores) dialogaban intensamente con los transeúntes. Estábamos ante el milagro de una ciudad donde es posible entender a Cuba sin necesidad de deshacerla.

Conocer la experiencia de la Fundación Caguayo, presidida por el escultor Alberto Lescay, nos dibujó una de las posibles notas a seguir para que la cultura conserve su poder dinamizante. Los imaginarios que nos proponemos movilizar para que todo sea mejor que como ha sido siempre, tienen su mapa de iniciación en la actividad creadora. Los diversos proyectos que acoge Caguayo, donde participan con ventaja las artes visuales, no se limitan a eso. La Fundación es fuente de empleo y plataforma expresiva para artistas, escritores y personas de diversos perfiles profesionales, pero también espacio para la promoción de una alta cultura que, sin concesiones espurias a lo mercantil, devino sustentable, rentable, trascendente.


En la Galería de Arte René Valdés

A Cuba no hay que inventarla,todo está en nosotros y con nosotros, solo tenemos que conservarlo, venerarlo, orearlo con los soles de un tiempo que, sin ser el mismo, tiene tanto del ayer como del hoy, acaso del mañana.

Y como si hubiera sido poco lo que vimos en su galería de arte, en el reparto Vista Alegre, el artista nos guió hasta su casa en Puerto Boniato, donde comprobamos que su voluntad promotora también incluye a la cultura popular. El convite cobró cuerpo ingrávido —de peso— cuando el grupo típico Son del Puerto, integrado por campesinos de la zona bajo la dirección de Sixto la O, y con el propio Lescay tocando las maracas, nos deleitó a todos (y nos puso a bailar) mientras el amplísimo balcón ejercía como pantalla para que las estrellas tiritaran azules a lo lejos, enceguecidas por el fulgor de una ciudad que, allá abajo, les secuestra el brillo. A Cuba no hay que inventarla, me repetí una vez más; todo está en nosotros y con nosotros, solo tenemos que conservarlo, venerarlo, orearlo con los soles de un tiempo que, sin ser el mismo, tiene tanto del ayer como del hoy, acaso del mañana. Cuba son esas personas reivindicadas por el arte, la generosidad y una grandeza espiritual respirable y sublime.

Tras bailar hasta el agotamiento, salimos de aquel paraje encantado, tarde en la noche. Yo, emocionado hasta la cordura, pensé una vez más en los versos leídos en la pared de Enramadas y supe que la ciudad existe, casi símbolo de la nación. Sumé las palabras a la magia de lo vivido y comprobé que tenemos un país único, una cultura a prueba de misiles, con todos sus héroes y fantasmas vivos. El corazón se me posó en la garganta; las lágrimas se me salieron… Quise llorar y… ¡Coño, sí pude!